jueves, 1 de septiembre de 2016

El pie derecho de Olaf (primera parte)



Esa pequeña y trivial característica que nos diferencia de los demás puede ser una maldición y una bendición. El estigma que lastra nuestra vida y la dicha que nos lleva hasta el éxito.
La lucha siempre será constante, pero lo importante es encontrar a alguien que comparte tu diferencia y tu destino. Aunque el factor clave esté en los pies.

Estimados lectores, aquí tenéis la primera parte de un nuevo relato inédito de Juan Nadie.
Pinchad en la portada o seguid hacia abajo, y a leer, que siempre es una actividad disfrutable.  
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El pie derecho de Olaf

—Mucho me temo que voy a tener que cobrarle los dos pares —dijo el dependiente con fingido estoicismo y un asomo de sonrisa en la comisura de la boca.
—Pero yo sólo necesito los derechos —terció Olaf.
—Lo entiendo, señor. Pero comprenda que yo no podría vender los izquierdos por separado. Si no se los cobro, tendría que acabar por tirarlos, lo que supondría para la tienda una pérdida de dinero —explicó el dependiente con el mejor de sus talantes.
—Quizás venga alguien al que le interese comprar dos izquierdos y ningún derecho.
—La verdad es que no lo creo muy probable. En todos los años que llevo trabajando aquí, es la primera vez que aparece alguien como usted.
—¿Quizás una rebaja por comprar dos pares? —intentó Olaf con una torcida sonrisa.
—Lo siento, caballero. Pero estos zapatos no están en oferta.
Olaf lanzó un resoplido de resignación y sacudió la cabeza. No había nada que hacer y lo sabía. Casi siempre ocurría lo mismo. Muy pocas veces conseguía convencer al dependiente de turno, y eso que todos se mostraban de lo más sorprendidos.
Salió de la zapatería un tanto cabizbajo con su bolsa de plástico que contenía dos pares de zapatos idénticos, cada par en su correspondiente caja; dos pares de mocasines marrón claro, de suela delgada y tacón italiano, adornados con dos pequeñas borlas. Muy elegantes y nada baratos. Sólo tenían un problema. Eran demasiados.
Miró hacia el cielo sucio de la ciudad y lanzó un suspiro. Caminó desde el centro comercial donde estaba la zapatería hasta la parte del barrio viejo, con sus antiguos y desaliñados edificios y sus calles peatonales. En uno de los laterales de la placita estaba el bar con las mesas y las sillas en la terraza, sus sombrillas que protegían a los clientes del no demasiado inclemente sol, y sus maceteros cuadrados que ejercían de frontera entre la zona de las mesas y los transeúntes de la plaza. Se sentó en un rincón libre y llamó al camarero, al que pidió una cerveza bien fría. La infructuosa charla con el dependiente le había dejado la boca seca. Echó un vistazo al reloj. Si tenía suerte, Olavia no tardaría demasiado en acudir a la cita. A esta hora su mujer debía estar a punto de acabar en la peluquería.
El enfado de la zapatería duró poco. Olaf estaba ya muy curtido en esas lides, a fin de cuentas, llevaba toda la vida sufriendo escenas semejantes; pero aun así seguían molestándole. Era su sino, su maldición y su cruz. Comprar los zapatos por pares idénticos, para luego tirar a la basura la mitad de cada par y la correspondiente cantidad de dinero que habían costado. Un derroche innecesario, pero del todo inevitable. Pues que eso es lo que le suele suceder a quien, como Olaf, tiene dos pies derechos.
La particularidad pedestre de Olaf no era el resultado de un accidente deformante, tampoco la secuela de algún tipo de infección, ni la consecuencia de la adicción a sustancia narcótica o estupefaciente alguna. Era congénita. Es decir, que Olaf, para sorpresa de padres, hermanos y demás familia, vecinos incluidos, vino a este mundo con los dos pies del mismo lado.
Sus pies carecían de quiralidad, esa propiedad que tienen muchas cosas de no ser superponibles con su imagen especular. Pues esa es una de las propiedades que suelen tener los pies de la gente, aunque la mayoría de las personas no caiga en la cuenta, dando por hecho que los pies son como son y nada más.
Pero párense un momento a pensarlo.
Entre los pies de la mayor parte de los seres humanos, por ejemplo, usted querido lector, se puede trazar una línea que haga las funciones de eje de simetría. A ambos lados de esa línea, los pies son dos imágenes especulares no superponibles, como ya hemos indicado al hablar de la quiralidad. Fijémonos en los dedos, que son los elementos topográficos del pie que mejor nos servirán para ilustrar esta propiedad. Los dos dedos pulgares, o dedos gordos, se enfrentan el uno al otro, dirigidos hacia el interior del espacio delimitado por las piernas del dueño de dichos pies; mientras que los dedos meñiques, o chicos, se dirigen hacia el exterior de dicho espacio. De esa forma podemos distinguir entre un pie derecho, o dextrógiro, y un pie izquierdo, o levógiro. Si usted coloca un pie encima de otro, esto es, la planta de su pie derecho, por ejemplo, sobre el empeine del izquierdo, comprobará que los dos pies no se superponen en su forma, pues los dedos pulgares están uno a cada lado de esa nueva unidad formada por la unión de sus pies.
Sin embargo, esto no ocurría en el caso de Olaf. Él tenía dos pies derechos, o dextrógiros. Los dos pulgares apuntaban hacia su izquierda, no eran imágenes especulares de una imaginaria línea de simetría trazada entre ellos, y cuando los colocaba uno sobre otro, se superponían a la perfección.
Habrá muchos que piensen que esta particularidad anatómica no pasaba de ser una cuestión más bien anecdótica. Incluso que podría funcionar como una especie de amuleto de buena suerte, puesto que, se levante por el lado de la cama que se levante, Olaf siempre lo hacía con el pie derecho.
Nada más lejos de la verdad.
Los peculiares pies de Olaf habían sido, desde que tenía uso de razón, la causa de un interminable rosario de injurias, desengaños y sinsabores.
Olaf nació en el seno de una familia humilde. Su padre era un obrero de la construcción que se afanaba trabajando de descanso para el bocadillo a descanso para el bocadillo para poder sacar adelante a su numerosa prole. El cabeza de familia siempre le había echado en cara a Olaf su diferencia, que le obligaba a gastar el doble de dinero en zapatos para él que para el resto de sus seis hermanos y hermanas. Dados los escasos ingresos familiares, esto siempre había supuesto una dura carga para todos. La madre de Olaf fue algo más benévola, pues no hay nada como el amor de una madre. Pero a menudo miraba a su extraño hijo con ojos tristes y emitía un profundo y largo suspiro. En el fondo de su corazón, la buena mujer deseaba que su hijo hubiese nacido como los demás, con un pie de cada lado.
La experiencia en la escuela no fue mucho mejor que en el seno de la familia. Tan pronto como el resto de condiscípulos se percataban de la peculiaridad pedestre de Olaf, éste se convertía de inmediato en el blanco de todo tipo de burlas crueles. La adolescencia empeoró aún más las cosas. No había chica a la que se acercara que no hiciese despectiva referencia a sus pies, muy a menudo con la palabra monstruo intercalada entre la serie de epítetos desdeñosos con los que solían regalarle.
No obstante, Olaf se consideraba a sí mismo una persona normal. Podía caminar, saltar, correr y bailar como cualquier otro. Incluso había cosas que podía hacer mejor que muchos. Como, por ejemplo, jugar al fútbol. Él era prácticamente ambidiestro, tanto de manos como de pies, y cuando chutaba el balón con su pierna izquierda, conseguía darle al esférico, gracias a su excepcionalidad podológica, un inesperado efecto que convertían sus tiros a puerta en casi imparables. Esta habilidad con el esférico le llevó a ser fichado por el entrenador del equipo juvenil de fútbol de su barrio. Por desgracia, la ilusión fue efímera. Tan pronto como el resto del equipo percibió con horror la singularidad de los pies de Olaf, lo que ocurrió en las duchas tras el primer entrenamiento, el entrenador se vio obligado a pedirle el cese voluntario en el equipo. Entre amargas lágrimas y un intenso sentimiento de rabia y frustración, acabó la prometedora carrera futbolística de Olaf. Sólo una ventaja obtuvo Olaf de sus especiales apéndices inferiores: consiguió librarse del servicio militar.
Como consecuencia de estas experiencias vitales, y otras de similar infelicidad, Olaf creció para convertirse en un hombre tímido e introvertido. Aprendió a disfrutar de los libros y del placer del conocimiento, de la filosofía introspectiva y, a pesar de haber nacido en el seno de una familia numerosa, saboreó la compañía y el cariño incondicionales de la soledad. Acabó el instituto con notas inmejorables, y sacó la ingeniería técnica en informática de sistemas como el número uno de su promoción. Tras varios intentos, consiguió un trabajo no demasiado mal remunerado y que no requería el trato directo con el público, lo que reducía la incidencia de reacciones de rechazo que sus pies no especulares solían provocar. La mayor parte del tiempo se la pasaba en compañía de máquinas, ordenadores y computadoras a las que no parecía importarles la disposición, o incluso el número, de los pies de Olaf.
Olavia apareció en la terraza del bar veinticinco minutos más tarde, cuando ya su marido se encontraba consumiendo la segunda cerveza. Olaf la vio cruzar la pequeña plaza con su andar vivaz y pizpireto que a él tanto le gustaba contemplar. La saludó con la mano para asegurarse de que ella había localizado a su marido. Olavia respondió al saludo.
Poco tiempo después de entrar a trabajar en la empresa de informática, Olaf encontró, por pura casualidad, una noticia que le llenó el alma de júbilo. Se trataba de un folleto informativo sobre la séptima reunión anual de la APPI, la Asociación de Personas con Pies Idénticos.
(continuará...)
 
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016. Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1608309034291, con fecha de 30 de agosto de 2016. Todos los derechos reservados. All rights reserved. Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.

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