jueves, 23 de febrero de 2017

Luz de gas (relato)

París a finales del siglo diecinueve. Una húmeda y silenciosa noche, alumbrada por la tenue luz de las farolas de gas. Entre el silencio de las calles vaga una sombra triste y apesadumbrada.
Pero la pesadumbre y tristeza del hombre no se deben a un mal de amores. No hay corazón roto, fortuna perdida en el casino ni primeros síntomas de una tisis fatal.
¿Por qué deambula el hombre por las calles del París decimonónico rodeado de un aura de fatalismo? La razón es tan sencilla como definitiva. Fue un accidente. El más irremediable accidente que se pueda imaginar, pues el último hilo de esperanza acaba de romperse.

Aquí puedes disfrutar de un relato corto de Juan Nadie, con un pequeño homenaje personal a uno de los grandes maestros de la ciencia ficción. Los entendidos lo entenderán sin problema.

Si pinchas aquí puedes descargarte el PDF totalmente GRATIS. 

 LUZ DE GAS
Las pisadas del hombre resonaron húmedas sobre los adoquines en la quietud de la noche. Una neblina pegajosa subía del Sena y empapaba los edificios de la ciudad, cubriéndolos de un sudario de telarañas. Notre Dame aparecía entre la bruma como la sombra de un terrible monstruo bicéfalo de cabezas cercenadas. Las farolas de gas del alumbrado público lanzaban con esfuerzo sus mortecinos charcos de luz amarillenta que apenas conseguía disipar las tinieblas de la madrugada.
Caminaba despacio, con un andar vacilante. Las manos en los bolsillos, los hombros hundidos, la mirada perdida entre la niebla y una expresión mezcla de desencanto y añoranza dibujada en su rostro de pronunciado mentón. Había sido una larga visita, aunque como tantas otras, igual de decepcionante y yerma. Acudió a la casa del profesor, uno de los químicos más celebérrimos de la Sorbona, a primera hora de la tarde. Lo que empezó con una taza de té acabó por prolongarse en amena y estimulante conversación mucho más allá de la hora de la cena. El egregio mentor se había mostrado perspicazmente interesado en sus preguntas, en sus conjeturas y en sus especulaciones. Era un magnifico conocedor de la ciencia de su tiempo.
Pero ahí es donde residía el problema.
El hombre torció sus pasos para adentrarse en uno de los innumerables puentes de piedra que cruzaban el río de la ciudad de las luces. En mitad del puente, pegada contra el pretil, una solitaria farola siseaba en la noche, proyectando su débil resplandor en un círculo dorado. Levantó la mirada y lanzó al aire una torcida sonrisa. Luz de gas, pensó, el asombroso prodigio que transformó la vida en las ciudades del siglo XIX, que prolongó el día y civilizó las calles, las cuales dejaron de ser peligrosos vertederos de delincuentes y maleantes tras la puesta de sol.
Esa primitiva mezcla de hidrógeno, metano y óxidos de carbono era uno de los buques insignia de la gran revolución social y tecnológica de la época, esa época en la que se encontraba atrapado desde hacía ya más de quince años.
Desde el día del fatídico accidente.
Arropado por el frío y el amortiguado sonido de un carruaje de caballos perdiéndose entre la niebla, se encaminó hacia la larga avenida de los Campos Elíseos. Una hilera de farolas incandescentes le marcaba el camino a casa. La que había sido su casa en los últimos años, y la que, cada vez con más probabilidad, sería su última morada.
Más allá de la hilera de fanales de gas de la avenida, una isla de oscuridad. Tras ella, en la bruma que empezaba a disiparse, podía vislumbrar la inconfundible silueta de las carpas y los bultos oscuros de los carromatos, parcialmente iluminados por la llama de las antorchas. Volvió a sonreír con tristeza. El París que ahora pisaba era muy distinto de aquel que conoció en su juventud, una urbe que brillaba luminosa y resplandeciente gracias a maravillas que sus correligionarios del circo no podían ni siquiera imaginar.
Saludó con un vago gesto de la mano a uno de los guardas nocturnos, que le devolvió un adormilado gruñido. Se desplazó por el borde de la gran carpa central hasta llegar a un pequeño carromato en cuyo lateral había pegado un cartel, copia de los muchos que se habían repartido por toda la ciudad. Aunque apenas podía verlo, lo conocía como la palma de su mano, pues con él había viajado por las mayores metrópolis del continente. Era un dibujo de él mismo, vistiendo una amplia capa de terciopelo rojo y un exótico turbante de maharajá que lucía un enorme brillante falso sobre su frente. Sobre el dibujo, unas ostentosas letras doradas anunciaban su nombre: «ODISEO, EL GRAN MAGO LEVITADOR».
Tras el accidente fue fácil encontrar trabajo en el fastuoso circo Maxentius Giraldini, que llevaba por toda Europa el mayor espectáculo del mundo. Su itinerante forma de vida le permitía visitar las bibliotecas y las universidades de todas las grandes ciudades. Sus compañeros de espectáculo lo contemplaban con curiosidad. Se preguntaban que llevaba a aquel tipo extraño a leer todo libro sobre ciencia que caía en sus manos y a entrevistarse con sesudos y eruditos profesores. Pero lo toleraban sin más. Eran gente avezada en las turbulencias de la vida y acostumbrada a tratar con bichos raros, pues ellos mismos eran parte de la eterna parada de monstruos que constituía el gran mundo del circo.
Además su número era uno de los más populares y de los que atraían más público bajo la voluminosa carpa rayada. Y eso siempre significaba dinero y comida para todos. El espectáculo del gran mago era sencillo, pero cada vez lograba dejar al público con una expresión de desencajado pasmo en sus semblantes. Odiseo era capaz de hacer flotar en el aire, tanto tiempo como quisiera, a cualquier voluntario del público que tuviese el valor de ofrecerse a la prueba. Nadie nunca había conseguido averiguar la metodología del truco, así que el gran Odiseo se había ganado con los años la reputación de ser uno de los mejores ilusionistas de la época, y también uno de los más herméticos.
La explicación, sin embargo, era simple.
El truco consistía en que no había truco. Ni finos alambres ni delgados hilos invisibles movidos con presteza. Las personas, simplemente, flotaban de verdad.
Sólo él sabía que la falsa joya de su turbante no era tal, sino un pequeño dispositivo antigravedad que podía enfocarse sobre cualquiera a voluntad, accionado a través del pequeño control remoto escondido bajo la manga de su frac. Unos cuantos pases mágicos, unas palabras extrañas e incomprensible pronunciadas con voz grave, unos momentos de simulada concentración con los brazos cruzados y…¡oh là là!... el voluntarioso miembro del público, para estupor de propios y extraños, acababa balanceándose en el aire por arte de magia.
El rayo antigravitatorio era una de las pocas cosas que pudo salvar tras el percance con su máquina de traslación temporal que lo había dejado varado en plena centuria decimonónica, a más de trescientos años del futuro, de su casa y de su hogar.
Durante largos años había tratado de reparar la máquina del tiempo. Y casi lo había conseguido. Tan sólo le faltaba un último detalle, un ingrediente final. El combustible. El artefacto necesitaba quemar 239Plutonio, un elemento metálico radiactivo que no sería descubierto por la ciencia hasta 1940. Había buscado por todas partes, había leído cada libro técnico y científico de la época. Había hablado con todos los especialistas y eruditos que pudo encontrar. Pero era demasiado temprano en la historia del mundo. En ese año de 1884 Pierre y Marie Curie aún no se habían conocido, y todavía faltaban unos cuantos de años para que la genial pareja descubriera al mundo las maravillas de la radiactividad natural.
Lanzó un ahogado suspiro y abrió la pequeña puerta del carromato que era su hogar. Mañana había función, y tenía que preparar los ropajes para su número.

Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.
Sir Arthur C. Clarke


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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2015
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1008066988361, con fecha de 6 de agosto de 2010.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.


miércoles, 15 de febrero de 2017

La Odisea de Annabelle

En un mundo donde el sexo está prohibido y se ha convertido en un instrumento de opresión
 
En un mundo donde los desdichados habitantes de los suburbios se balancean al límite de la demencia
 
En un mundo donde la sicalipsis y la distopía se retuercen entre la oscuridad y la rabia.

En un mundo al límite, Annabelle tomará la decisión más importante de su vida.

Con la determinación de una leona y la concupiscencia de una sacerdotisa, agarrará el destino entre las manos y lo pondrá a sus pies. 
 

Para salir de las cloacas, solo hay un camino…


LA ODISEA DE ANNABELLE
(LOdA)



Aquí tienes La Odisea de Annabelle, la novela sicalíptica de Rebeca Rader que nos narra la historia de la mujer cuya sensualidad y arrojo cambiaron el destino de todos. 
 
Una novela en la que la ciencia ficción y el erotismo, la aventura y el sexo, la felación y la rebeldía, el destino y el futuro, van unidos por el corazón como hermanos siameses.

Si quieres saber más sobre esta novela, aquí puedes encontrar la sinopsis y el booktrailer.



¿Cómo puedes hacerla tuya?


Aquí puedes conseguirla en papel y PDF.
  • Puedes leer gratis las 20 primeras páginas de la novela.
  • Si compras un ejemplar en papel, recibirás gratis el archivo PDF.
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martes, 14 de febrero de 2017

Bajo el acantilado (relato romántico-erótico-fantástico)



La playa de Meigas, todos lo dicen, es recóndita y hermosa. 

Una ensenada pequeña, una dorada lengua de arena, tachonada de rocas que, en caótica filigrana, dibujan rincones coquetos, esquinas de ilusión y trocitos de paraíso. Una cala tranquila y recogida, acariciada por el viento y mimada por el mar. Cuando baja la marea, las crestas rocosas se asoman al sol. Entre sus fracturas y recovecos saltan las nécoras, culebrean los lorchos, acechan las fanecas, los erizos de mar desfilan hieráticos y las anémonas se recogen sobre sí mismas en espera de ser de nuevo arropadas por el agua.
Allí es donde los amantes van a disfrutar de los placeres más sublimes.
La playa de Meigas, a pocas leguas al norte de Puerto Blanco, siguiendo la costa, tiene forma de media luna.
Allí es donde los enamorados buscan el goce del calor, del sexo y del amor.
La playa de Meigas, a la que todos llaman la cala, está cerrada en toda su longitud por un alto acantilado, donde aún se pueden ver las ruinas del antiguo faro. A la playa sólo se puede llegar por el mar, o bajando los escarpados escalones, tallados a mano en la roca vida del acantilado, que arrancas a pocos pasos de las ruinas.
Dicen los viejos del lugar que fue el mismísimo farero, con sus propias manos, quien talló los escalones en la piedra. Pues por allí bajaba para reunirse con su sirena.
En la playa de Meigas, todo el mundo va desnudo. Cuando alguien baja los escalones labrados en la piedra, siente una quemazón, una canícula extraña que va aumentando conforme se acerca a la arena. Una locura que domina y obliga a despojarse de toda vestimenta. Para que la luz del sol y la sal de la brisa bañen la piel y la limpien con un vivificante hálito de anhelo.


En la playa de Meigas, los hombres blanden sus vergas henchidas en la brisa del mar, y las mujeres al incorporarse dejan manchas húmedas y fragantes sobre la toalla. Allí es donde las parejas hacen el amor unas a otras, unas junto a otras; sin turbación ni vergüenza, disfrutando cada una de su burbuja de intimidad, mientras contemplan como otros amantes también se abandonan a la magia.
Allí se puede ver, en un día de verano, como una mujer se tiende de espaldas junto a las rocas del acantilado, mientras su compañero la penetra con fuerza, gruñe de placer y la besa, los brazos tensos como columnas apoyados en la arena, mientras ella le abraza a las caderas con las piernas. Casi al alcance de la mano, un hombre hunde la cabeza entre los muslos de su amada, saboreando hasta la última gota el dulce néctar que rezuma de la flor de carne ribeteada de oscuro vello. Ella cierra los ojos y gime, los dedos engarfiados de una mano se hunden en los cabellos de él, los de la otra se clavan en la arena. Unos pasos más allá, una chica joven de muslos turgentes se muerde el labio, a cuatro patas sobre la arena, mientras su macho la agarra por las caderas y la hace vibrar con fuertes envites. A la misma altura, junto a una pequeña cresta rocosa, un hombre grita y levanta el rostro al cielo, justo cuando eyacula un rocío de gotas blancas y espesas sobre los pechos de su amada. Más allá, al otro lado de la senda marcada en la playa por las tortugas, una mujer masturba con languidez a su acompañante, que entrecierra los ojos y se abandona a la calidez de la brisa, mientras otra, casi a su lado, con las olas lamiéndole los pies, de rodillas chupa golosa el rígido falo del hombre que le promete amor eterno. Detrás de ellos, cerca de la línea del agua, una mujer en la flor de su madurez cabalga a horcajadas a su amante, empalada en la dura verga, mientras su cabello se agita al compás de las olas.

Allí, en la playa de Meigas, el aroma acre de los balanos, la fragancia suculenta de las vulvas, el olor del semen, la saliva y el sudor, se mezclan, en lid de esencias, con el sabor a salitre del mar y el efluvio de las algas. El azul del cielo y el turquesa del mar se fusionan con el iris multicolor de los ojos que brillan por el deseo. El rumor de las olas y el trueno del mar se entrelazan con el sonido de los jadeos, los suspiros y el chocar de carnes. El veteado de las rocas se confunde con el tostado de las pieles y el rosado de los pezones. El blanco de las nubes se refleja en el níveo de las nalgas, el marfil de los dientes y el lechoso del esperma que se derrama por doquier.
A la playa de Meigas es donde van los amantes. Pues la playa tiene algo único que impulsa y obliga, que impele al abrazo, a la caricia, al beso, a la penetración y al mordisco.
Dicen los viejos del lugar que el deseo que te asedia y te conquista en la playa de Meigas está allí por culpa de la sirena y el farero.

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https://relatosdejuannadie.blogspot.com.es/2014/06/la-playa-la-leyenda-de-la-sirena-y-el.html
Fragmento de la novela La Playa, el único registro conocido de la leyenda de la sirena y el farero.

Una novela pequeña y preciosa, llena de magia, erotismo, fantasía y leyenda, donde el amor se forja sobre el crisol de la arena bajo el calor del sol y el aroma de las algas. 

Pincha en la portada de la novela si quieres saber más sobre esta leyenda, sobre cómo se conocieron la sirena y el farero y de cómo terminó su aventura de pasión y sal.

Puedes encontrarla tanto en formato papel aquí y en formato electrónico aquí y aquí.





NOTA de JN: En realidad, sí que existe otra historia de una sirena y un farero. La encontré un buen día buceando al albur por la red de redes. Aunque es bastante distinta. Aquí puedes leer el microrrelato que te la cuenta, y aquí puedes leer su invertido.

jueves, 9 de febrero de 2017

Pizpireta (relato sicalíptico de RR)

La sicalipsis nos rodea por todas partes. Está presente en cada uno de nuestros actos cotidianos.
El lado más lúbrico de nuestra imaginación puede echar a volar en el más anodino de los momentos, cuando estás haciendo algo tan usual y poco excitante como tomarse un café.
Aquí podéis disfrutar de un relato corto, poco más que un microrrelato de Rebeca Rader el álter ego femenino, impúdico y rijoso de Juan Nadie.
Un relato de una incorrección política sutil, pero evidente.
Que lo disfrutes. 

Si pinchas en la portada podrás descargarte el PDF del relato totalmente gratis.  
https://drive.google.com/drive/folders/0BzFvVDNz0IaDNkxDZnVPU2toVG8

PIZPIRETA

Ella en su totalidad, su movimiento, su cadencia, su alegría, su forma de hacerlo... Todo apuntaba sin asomo de duda a ese adjetivo cuya sonoridad roza el arte y el trabalenguas. Pizpireta.
Pizpireta por los lados, por delante y por detrás, del derecho y del revés. Desde la coronilla a la punta de los pies. Unos pies que se movían entre las mesas con la gracia y la agilidad de un colibrí, dentro de unas zapatillas de deporte que lloraban en churretes su uso y unos calcetines sin cuello que permitían disfrutar de la delicia de sus tobillos al aire. La diligencia que mostraba en atender a la clientela evocaba el perfume de las orquídeas y los cítricos. Un aroma de embeleso que limpiaba el aire y lo imbuía de calidez y candor.
La palabra estalló en mi mente en cuanto me senté a la mesa y posé mis ojos sobre ella, que la devoraron de arriba abajo con ansia de náufrago. Pizpireta. Nada más y nada menos. Los cordones del mandil, simulacro de marsupio que disfrutaba del calor de su cuerpo, allí donde guardaba la libreta para anotar las comandas y el cambio para las vueltas, se abrazaban con celo a una cintura que hacía de frontera de lujuria entre las caderas y los pechos. Unos pechos que distaban de clamar a gritos su voluptuosidad, pero que apuntaban al mundo con descaro y desafío. Lo bien que le sentaban los vaqueros en el culo. La frescura de la juventud que irradiaba en la piel del cuello. La cola de caballo que sujetaba con dificultad un pelo en rebeldía, que se obstinaba en proclamar su libertad formando aladares. Todo en ella me hacía pensar en esa palabra. Pizpireta.
Me preguntó qué deseaba con una sonrisa que me hizo fantasear con la promesa de deseos que rayaban en la indecencia. Sus rasgos no parecían tener particularidad que destacase; no había excepcionalidad, sorpresa o singularidad. Pero su rostro me ofrecía la posibilidad de quizá satisfacer placeres de labio y verbo que nunca se podrían confesar, pues nos arrastrarían como una catarata hacia la impudicia. Una boca que carecía de exuberancia, pero que hacía elucubrar sin remedio sobre la multitud de maneras de profanarla. Unos ojos del color de todos los ojos que miraban al mundo con osadía. Supe al instante que esa promesa y esa avidez nunca llegarían a satisfacerse. Un dolor de fondo, que vino de antaño, que se revolvió en su tumba con desesperación y me mordió las entrañas como hijo de puta que nunca descansa. Un conato de camaradería que me unió por un instante con Nabokov. Un apetito fuera de lugar que se vistió con rapidez de improcedencia y prohibición.
Pizpireta. No pude encontrar nada más para calificarla. Un epíteto que rezumaba el aire de la obsolescencia y que le sentaba como un guante. Una palabra que se atribuye sin pudor a las mujeres, pero que la distorsión de la decencia casi impide por completo aplicarla a la contraparte de género. Sin lugar a dudas, un caso de sexismo en el uso de la lengua. ¿Pero machismo o feminismo? ¡A quién le importa! Contemplarla en su cimbreo ya hacía que mereciese la pena cualquier discusión sobre corrección de la lengua y estupideces por el estilo.
Al acabar de servirme, se alejó de la mesa dejando tras sus nalgas el perfume de la nubilidad de su carne, de sus deseos de futuro, de sus fantasías aún por tallar del todo en el granito de la costumbre.
Dejé sobre la mesa el billete que pagaría con creces el café que apenas rozó mis labios y una propina que cantaba generosidad, agradecimiento y enojo. Con la resignación y el prurito de la lascivia tambaleándose entre mis piernas, marché calle abajo sin mirar atrás.
Nunca volví a la cafetería. Me contradigo. Volví a menudo, pero sólo con el pensamiento. Aunque mi concupiscencia ya apenas levanta cabeza de tanto en cuando para recordarme que aún soy de carne y hueso, a veces me sorprendo recordando su atributo: pizpireta. Espero que en su camino no se haya encontrado con montañas que no pudiese escalar.

© Rebeca Rader, octubre de 2016. 

 

jueves, 2 de febrero de 2017

Religiosidad Zombi (parte 3 de 3)

¿Cómo sería una religión basada en los zombis?

La historia de Santa Ágata de los Zombis te lo cuenta.
Aquí tienes la tercera parte y conclusión de este inusual relato. 
 
Si quierer ler la primera parte, pincha aquí. 
 
Si quieres leer la segunda parte, pincha aquí. 

https://www.wattpad.com/story/96799648-religiosidad-zombi/parts




Religiosidad zombi (3)


Dos días más tarde, a Ágata le dieron el alta en el hospital provisional de campaña de Almuradiel. José Manuel Tejada presentó su dimisión fulminante e irrevocable, y su renuncia a seguir siendo miembro del ejército. Al principio, sus superiores sopesaron la posibilidad de encarcelarlo por intento de deserción, pero luego lo dejaron ir. El cabo primero no había destacado por su particular brillantez durante su carrera castrense, así que pensaron que el ejército tampoco perdía nada en ello. Lo dejaron marchar.

Apenas una semana más tarde, aparecía en los telediarios las primeras imágenes de uno de los multitudinarios sermones del hermano Tejada. Micrófono en mano, con el rostro arrebolado de pasión religiosa, arengaba a las masas que se habían acercado a escucharle. Sobre el improvisado escenario, sentada en una silla de incómodo respaldo, impolutamente vestida de blanco, con su cara triste de muñeca rota y perdida en su eterno silencio, estaba Santa Ágata. A sus pies, en una protectora urna de cristal blindado, el incorrupto brazo zombi de la madre de la santa abría y cerraba los dedos sin cesar.

Como supuesto portavoz de la santa, el hermano Tejada insistía en cada sermón que su labor era meramente la de traducir el mensaje. Nunca aclaró, sin embargo, cómo una niña muda le transmitía el divino mensaje a él. Tampoco es que el mensaje fuese de una claridad diamantina. Variaba según los sermones, pero en general parecía ser una mezcolanza, no demasiado bien hilvanada, de mensajes apocalípticos de fin de milenio y exhortaciones a la salvación a través de la adoración de la santa. Eso no fue óbice, sin embargo, a que la Asociación de Fieles Oradores del Fin de los Tiempos de Santa Ágata de los Zombis alcanzase pronto un número de fieles que se contaba por millares. Las réplicas en plástico, fabricadas en China, del brazo incorrupto y móvil de la madre de la santa se vendieron como rosquillas. La Asociación pronto tuvo que contratar a abogados y asesores fiscales para administrar las cada vez mayores cantidades de euros que le llegaba gracias a la fe de sus seguidores.

Poco tiempo después, Santa Ágata de los Zombis fue encontrada muerta en oscuro callejón de Tarragona, cerca de la zona del puerto. Ágata, junto con el hermano Tejada y el círculo más cercano de seguidores, habían llegado la noche anterior a la ciudad, que sería el primer punto de la serie de sermones y apariciones en público que constituirían la gira catalana de la santa.
Durante una semana o así, la muerte de Santa Ágata fue una de las noticias principales en los medios. Según datos filtrados desde las oficinas de la policía científica, el cuerpo presentó señales de violencia, incluyendo marcas de estrangulamiento y fractura craneal múltiple, el himen desgarrado y restos de semen en la vagina.

No se hicieron acusaciones contra nadie, sin embargo.

Los detractores de la Asociación culparon al hermano Tejada de lo ocurrido. Incluso lo señalaron como autor de los hechos. Llegaron a difundir el bulo de que la había matado porque la niña por fin se había recuperado del shock de su traumática experiencia y había empezado a hablar. La mayoría de sus seguidores, sin embargo, vieron en su muerte el tercer y claro signo de su conexión divina. Una santa tan santa como Santa Ágata no podía ser menos que llamada a los cielos por voluntad de Nuestro Señor.

Convertida su santa en mártir, la Asociación de Fieles Oradores del Fin de los Tiempos de Santa Ágata de los Zombis creció como la espuma.


El hermano Tejada empezó a realizar vuelos con regularidad a Suiza y al Caribe.

El caso de Santa Ágata fue quizás el más popular y multitudinario de todos los movimientos religiosos que surgieron a raíz de la pandemia zombi.

Pero no fue el único.

De hecho, la adoración de reliquias zombis, es decir, fragmentos corporales de no-ciudadanos no-muertos, empezó a convertirse en un fenómeno tan popular, que las autoridades, seglares y eclesiásticas, tuvieron que tomar cartas en el asunto.

La mayoría de dichas reliquias no eran más que trozos de plástico; cabezas, brazos, manos y piernas que trataban de imitar la carne grisácea, con aspecto de cera podrida, de los zombis. Pero otras eran reales. Traídas no se sabía cómo, ni cuándo ni por quién desde el territorio infectado. Ninguno de sus portadores, sin embargo, parecía disfrutar de la inmunidad de Santa Ágata. Fueron muchos los que se infectaron por el manejo de trozos de zombi sin seguir las rigurosas especificaciones y protocolos del Código Técnico de la Zombificación. En todos los casos, tan pronto como la infección era detectada, una brigada especial de la Guardia Civil y del Ejército, creada ex profeso para tal fin, se personificaba en el domicilio del infectado. Tanto él, las personas que estuviesen en su proximidad en ese momento, o lo hubiesen estado en las horas cercanas a la infección, así como la reliquia zombi causante de todo el problema, eran eficaz y oportunamente troceadas, amontonadas en un espacio despejado, rociadas con gasóleo y quemadas hasta su total combustión.

En general, la pandemia zombi supuso una revitalización del sentimiento religioso en la piel de toro, algo venido a menos en las últimas décadas de laicismo y materialismo consumista. Incluso se observó un repunto de las vocaciones sacerdotales. Iglesias donde antes sólo iba un puñado de viejas beatas, que revoloteaban como cuervos alrededor de su párroco favorito, empezaron a llenarse de gente de todas las edades y condiciones.

Pero tampoco era bueno dejar que toda esa pasión religiosa, ese sentimiento fervoroso, ese estremecer de la fe, ocurriese sin ton ni son, sin la adecuada dirección y encauzamiento de los líderes adecuados. Sobre todo, porque cosas como la adoración de reliquias zombis podía derivar muy fácilmente en desviaciones cuasi-heréticas de la ortodoxia aceptada y establecida.

La Conferencia Episcopal Española no tardó en dejar claras sus posiciones al respecto.

La adoración de fragmentos zombificados de personas no es algo visto con buenos ojos en el seno de nuestra Santa Madre Iglesia, aunque tampoco lo condenamos de facto. Hasta que el Concilio Vaticano III no se pronuncie al respecto, lo mejor que podemos hacer es rezar. Pero aconsejamos precaución —dijo monseñor Benito María Trocco Paella, arzobispo de la archidiócesis de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal

El matrimonio católico con un no-ciudadano no-muerto es algo que en principio no podemos aprobar —dijo monseñor Trocco en otra de sus intervenciones públicas—, por la imposibilidad de llevar a su término la sagrada función reproductora del matrimonio. Aunque si la zombificación de uno de los cónyuges se produjo después del santo sacramento, el matrimonio sigue siendo válido.

Nuestra Santa Madre Iglesia sigue oponiéndose con toda firmeza al abominable crimen del aborto, aun cuando el proceso de zombificación se haya culminado en la madre, en el feto o en ambos —comunicó Trocco Paella a su feligresía.

Todo católico y cristiano sigue siendo católico después del proceso de zombificación. La zombificación no es razón suficiente para la excomunión del desafortunado feligrés —dijo monseñor más de una vez.

Gracias a las rápidas y eficaces diligencias de la Conferencia Episcopal Española, el Papa de Roma no tardó en visitar nuestro país una vez controlada la infección.

Agustino I, el poco más de seis meses antes nombrado obispo de Roma, el anterior papa presentó su dimisión para sorpresa de toda la cristiandad, vino con todo su séquito a una de las secciones del muro donde los trabajos estaban más avanzados.

En su lado norte, desde luego.

El vicario de Cristo dio la bendición urbi et orbi a la construcción y a sus bravos constructores. También declaró frente a las cámaras de medio mundo, y junto a todos los dirigentes y dignatarios que lo acompañaban, que la pandemia zombi no podía ser otra cosa que una señal de los cielos. Un claro mensaje de Dios de que algo no iba del todo bien en el mundo. Que teníamos que volver a los sagrados valores defendidos durante milenios por nuestra Santa Madre Iglesia.

Además, prometió el pronto inicio del proceso de beatificación de Santa Ágata de los Zombis, lo que hizo que sus índices de popularidad subieran unos puntos nada despreciables. Por último, declaró que España y Portugal, a pesar del dolor sufrido, debían considerarse países afortunados. Pues habían sido los pueblos elegidos por el Altísimo como receptores de su mensaje.

No todos estuvieron de acuerdo con las palabras del Santo Padre.

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http://goo.gl/SiQMZG Fragmento de la novela IBERIAN PARK, la respuesta zombi a la crisis.
Una novela única que te permitirá contemplar la realidad en que vives (el sistema monetario) desde una perspectiva diferente.
Y sí, es una novela de zombis. Así que encontrarás tripas y sesos desparramados a mansalva. Y muchas otras cosas más que no te imaginas.
Pincha en la portada de la novela si quieres saber más.
Puedes encontrarla tanto en formato papel como electrónico.