jueves, 17 de agosto de 2017

Garbanzos oníricos (relato)

El sueño de una noche de verano puede ser tan placentero como podamos imaginar... o no.

Pues tan importante como qué se sueña puede ser con qué se sueña.  

Y a veces soñar con las tripas puede tener sus riesgos.  

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Garbanzos oníricos


Abro los ojos y miro la hora digital y fluorescente en el reloj de la mesilla de noche. Son las seis de la mañana. Durante unos segundos me pregunto a mí mismo, entre la confusión y las telarañas del sueño, la razón de tan inusual y tempranero despertar. ¡Ah claro! Ya caigo. Las ganas de mear. Con un gruñido esforzado salgo de la cama y me encamino al cuarto de baño.
Los silenciosos y fríos pasillos del monasterio están más fríos y silenciosos que nunca, a esa hora incierta de la madrugada. Una cierta confusión me picotea en la nuca al preguntarme que hace un monasterio en mi apartamento, pero la urgencia de mi vejiga la supera en intensidad y me encamino con decisión hacia el blanco oasis de alivio.
Miro por un momento hacia la izquierda. El jardín del claustro está desierto, las hojas de los arriates centellean en perlas de rocío. Hay un pequeño estanque en el centro, coqueto y seductor. Me asomo a su interior y en su pátina de azogue veo la imagen de un extraño, despeinado y ojeroso, que lleva puesto mi rostro. El agua está tan quieta que parece sólida. De pronto, una vibración estremece la superficie del estanque dibujando ondas concéntricas que deforman mi cara como una foto bajo el cursor implacable del Photoshop. La vibración se repite, y esta vez un sonido sordo la acompaña, algo pesado y contundente, de patas macizas, que se acerca a mi espalda.
Me vuelvo y allí está, enorme y amenazante bajo los arcos del claustro. La Hidra de Siete Cabezas me lanza un cacofónico rugido en desafío. Su enorme cola de dinosaurio se agita impactando contra el tronco de uno de los cipreses del jardín, que se parte en un trallazo de astillas blanquecinas. El olor a resina que sangra del árbol recién asesinado me llena las fosas nasales.
Sin dejarme llevar por el pánico, echo mano a mi hermosa ballesta de madera de roble. Es una suerte que la lleve conmigo, aunque no es casualidad, desde luego. Siempre lo hago. Ya me lo decía mi madre cuando era niño, vayas a donde vayas, ten siempre la ballesta a punto.
Acciono el disparador y la estilizada flecha con punta de acero se clava con un suave sonido de carne y hueso taladrados en medio de la frente de cada una de las siete cabezas, justo entre las astas. La Hidra se desploma al instante como una muñeca rota. Está muerta. Me maravilla el hecho de que una sola flecha haya impactado a la vez en siete testuces, pero no tengo tiempo para pensar demasiado en ello. El Carnicero Oso de Peluche viene hacia mí desde el fondo de la galería rugiendo con vehemencia a todo pulmón y empuñando en cada mano sendos cuchillos de trinchar.
Ni corto ni perezoso, lanzo la ya inútil ballesta al fondo del estanque y levanto el cañón de mi moderno fusil Kalashnikov AK-47. Afianzo bien los pies en el suelo y aprieto el gatillo sin tan siguiera pestañear.
Las balas del Kalashnikov hacen bailar en el aire al maldito Oso de Peluche. Una de las balas le pulveriza la nuez, le desgarra la laringe y le destroza la cuarta y quinta vértebras cervicales al salir por el cogote. El Oso se lleva la mano al cuello, copiosos borbotones de sangre manan de la horrible herida. Intenta respirar, pero sólo consigue que más sangre mane de su boca. Es el final. Cae con pesadez al suelo, estrellando la frente contra las pulidas baldosas de la galería. Al cabo de unos segundos deja de moverse.
Lamentablemente, la andanada ha barrido a las bailarinas desnudas que realizaban su número erótico sobre la barra vertical para el público que hoy nos acompaña. Sus desmadejados cuerpos moteados de rojo yacen sobre el suelo en posturas incongruentes. Una líquida mancha bermellón oscuro se extiende con lentitud hasta la barra del bar. Lanzo un juramento de fastidio. ¡Maldita sea! ¡Esas chicas tenían buenas tetas, no merecían morir!
Pero en el campo de batalla no hay inocentes, sólo víctimas.
Considero por un momento el ayudar a la señora de la limpieza que ya está llenando el cubo de la fregona con toda la sangre derramada. Pero no puedo entretenerme, la situación está al rojo vivo. Le grito a la buena mujer unas palabras de agradecimiento, pero no me oye. El ruido de los Panzerkampfwage que están bombardeando el ala oeste del monasterio es ensordecedor.
Salto por encima de un arriate de rosales, pero los pantalones de mi pijama se enganchan en las espinas y a punto estoy de caer sobre la Reina Roja que en ese momento cruza el jardín a toda velocidad gritando su eterna letanía «¡Más rápido. Más rápido!».
Medio agachado, corro a lo largo de la galería sur del claustro, esquivando como puedo las flechas lanzadas al tuntún por el grupo de jíbaros que están teniendo la fiesta de sus vidas con las cabezas de la Hidra.
Levanto la mirada y veo a un monje en el tejado del claustro ondeando al viento el sacro prepucio y gritando que el fin del mundo es a las siete y media, las seis menos cuarto en Canarias. Su perorata no dura mucho. Los comandos paracaidistas están aterrizando sobre el ábside de la iglesia y uno de ellos lo derriba de un culatazo en la nuca. El impúdico monje cae, pero no llega al suelo. La capucha de su túnica se engancha en los cuernos de una de las gárgolas de piedra, convirtiéndolo en el perfecto espantapájaros.
Me detengo por un momento junto al muñón astillado del ciprés. Delante de mí, sentado con las piernas cruzadas, Roy Batty me dice que ha visto cosas que nosotros nunca creeríamos. Naves de ataque en llamas más allá del hombro de Orión. Rayos C brillando en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de…
En ese momento, la Reina Roja pasa veloz por detrás de Batty y, sin disminuir en un ápice su alocada carrera, le secciona la cabeza de un formidable tajo en el cuello. La cabeza cae rodando entre unas matas de adelfa. Un grupo de desarrapados zagales agarra el macabro trofeo y empieza corretear con él entre la gente, quitándosela unos a otros y peleándose por su posesión. La multitud ruge de entusiasmo.
¡Mecagüen la Reina Roja! Ya me he quedado sin saber como terminan las últimas palabras del replicante. Y de todas formas, ¿no era la Reina de Corazones la que cortaba cabezas?
¡Qué más da! Ya es demasiado tarde para hacer preguntas. Continuo abriéndome paso entre la jungla a golpes de machete. Justo al doblar una de las esquinas de la galería lo veo. Allí está, al lado de uno de los arcos de medio punto y columnas de capiteles labrados del claustro. Levanto el machete con las dos manos y me lanzo hacia él con un pavoroso grito de rabia.
Pero el forastero me ha visto, y cuando estoy apenas a un par de metros de él, desenfunda con rapidez y me apunta directo a la frente con el negro cañón de su revolver de seis tiros. Una cínica sonrisa se dibuja en su rostro bajo el ala de su sombrero de cowboy, manchado de sudor y grasa. Me paro en seco a mitad del movimiento. Solo ante el peligro a las tres de la tarde. De nada me ha servido ser el sheriff de este pueblucho. El pistolero suelta una carcajada y aprieta el gatillo. La bala se dirige en línea recta hacia mi frente, justo en ese punto entre los ojos. Al estruendo del disparo, la realidad a mi alrededor se fragmente en una lluvia de polígonos cuarteados, brillantes trozos de espejo que se esparcen por doquier.
Me incorporo en la cama con un alarido. Miro a mi alrededor y tardo unos segundos en comprender donde estoy, en darme cuenta de que sigo vivo y que he regresado al universo de la cordura. Veo las familiares y casi desnudas paredes de mi cuarto. Junto a la ventana, la caótica mesa con el portátil encima; al lado, la estantería, a punto de venirse abajo por el peso de los libros y los manuscritos a medio corregir.
Poco a poco recobro el resuello y el ritmo de mis pulsaciones baja a un nivel normal. Estoy empapado en sudor.
¡Joder que pesadilla!
Es la última vez que me tomo las sobras del cocido para cenar.

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1104229038734, con fecha de 22 de abril de 2011.
Todos los derechos reservados.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.

2 comentarios:

  1. Fantástico!! Se palpa el terror nocturno en cada escena de forma soberbia.

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    1. Gracias, Marisa, por un comentario tan halagador. Me alegra que te gustase el relatito.
      Un saludo,

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