martes, 3 de octubre de 2017

El asesinato de la señora García - 1 (relato)



La noticia conmocionó los medios de comunicación.

Un tranquilo profesor de matemáticas de una universidad de segundas había asesinado a una apacible anciana con la que aparentemente no tenía ninguna relación.

No eran asesinos. Eran científicos, matemáticos. Estudiosos y académicos dedicados a desentrañar la complejidad del universo en que vivían. Su mundo estaba poblado de fórmulas algebraicas y códigos binarios.

Pero sobre ellos había recaído una responsabilidad terrible.

El futuro entero de la raza humana estaba en sus manos.


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EL ASESINATO DE LA SEÑORA GARCÍA
  (parte 1 de 4)

—Pero…, nosotros no somos asesinos —dijo Abel, casi con un gemido.
La frase martilleaba incesante en la mente de Romualdo Tamal. Las palabras del retraído becario sonaban una y otra vez en sus oídos, machacándole sin piedad y persiguiéndole sin descanso como sanguijuelas aladas llenas de dientes y aguijones. No dejaba de escucharlas desde que vio en la distancia a la señora García, esa misma mañana, y empezó a seguirla. Hacía ya varias horas de ello y desde entonces las palabras de Abel no dejaron de retumbar en su cabeza.
No, ellos no eran asesinos. Eran científicos, matemáticos. Estudiosos y académicos dedicados a desentrañar la complejidad del universo en que vivían. Eran teóricos, ni siquiera investigadores de campo. Su mundo estaba poblado de fórmulas algebraicas y códigos binarios. Pero sobre ellos había recaído una responsabilidad terrible. El futuro entero de la raza humana estaba en sus manos. Romualdo sintió que la nausea que lo atormentaba desde la mañana se intensificaba sin piedad. Agarró con fuerza el escalpelo que escondía en el bolsillo del gabán, la hoja de la cuchilla a salvo en su caperuza de plástico rígido. El sudor hizo que la palma de la mano resbalase sobre la metálica superficie del utensilio.
No, ellos no eran asesinos. Pero eran los únicos que se interponían en el camino de la humanidad hacia el colapso final. La última barrera. El último escudo de protección. Sólo ellos lo sabían y sólo ellos podían hacer algo al respecto. No había tiempo para más. El intervalo era demasiado reducido. La resolución del primer radiante había llegado demasiado tarde. O casi. Sólo le quedaba una alternativa.
Tenía que matar a la señora García antes de las tres de la tarde.
Con las manos sacudidas por un ligero temblor, miró la hora en su reloj de muñeca. Las doce y media. Aún tenía tiempo, pero la hora límite se acercaba. Refunfuñó y maldijo entre dientes por enésima vez. La señora García seguía sentada en el banco del parque, en el mismo lugar en el que se sentaba a tomar el sol cada mañana, siempre que el clima lo permitiese, desde hacía innumerables años.
Clavó en la mujer sus ojos de miope, surcados de venillas rojas y adornados de oscuras ojeras; ojos enfebrecidos que no dejaban de moverse, escondidos tras los gruesos cristales y arropados bajo espesas y plateadas cejas. No había visto nunca a la señora García antes de aquel día. Jamás había hablado con ella. Hasta hace poco menos de una semana ni siquiera sabía de su existencia. Si se la hubiese cruzado por la calle, o en la sección de conservas del supermercado, ni siquiera le hubiese dirigido un segundo vistazo. Sin embargo, odiaba a esa apacible y frágil ancianita con todas sus fuerzas. Ella era el objetivo. La única solución al problema. El nudo gordiano que él podía y debía cortar para liberar a la humanidad de su destino. Con el escalpelo que llevaba en el bolsillo.
Había robado el escalpelo en el laboratorio de anatomía patológica, en una de sus frecuentes visitas a su amigo Damián Medario. Damián y Romualdo eran casi de la misma edad, con apenas unos días de diferencia entre sus respectivos cumpleaños, que ninguno de los dos celebraba. Se conocieron cuando eran estudiantes, inquilinos universitarios en el mismo colegio mayor. Damián estudiaba veterinaria y Romualdo matemáticas. Se licenciaron el mismo año, expusieron sus tesis doctorales en el mismo salón de grados, aunque ante tribunal y público completamente distintos, y los dos acabaron consiguiendo la plaza de profesor en la misma pequeña universidad de provincias, aquella en la que ambos habían cursado sus estudios universitarios. Desde entonces, hacía ya más de treinta años, las ocasionales cervezas y las visitas del uno al despacho del otro habían mantenido una amistad poco profunda y laxa, pero constante.
—Ya ves, Romualdo —decía Damián durante aquella última visita. Estaba inclinado sobre la poyata del laboratorio, vestido con una bata blanca llena de arrugas, las manos enfundadas en guantes de látex amarillento y el cadáver a medio diseccionar de una enorme rata albina bajo la luz de un flexo y las lentes de una lupa bifocal—. A lo que hemos llegado. ¡Malditos recortes!
—Que me vas a contar a mí —replicó Romualdo.
—Protocolos de disección. Eso es casi lo único que podemos hacer ahora en el laboratorio. Prácticas más propias de alumnos de secundaria. Y menos mal que las ratas se reproducen por sí mismas. Si tuviésemos que comprarlas, ni eso.
—Está todo bastante mal.
—A vosotros también os han jodido, ¿no?
—El departamento de matemáticas ya no existe. Nos hemos tenido que fusionar con los informáticos para reducir costes y sobrevivir. Tres técnicos y dos administrativos a la calle con la reestructuración. Eso sin contar con la reducción en el número de profesores asociados. Con tanta hora lectiva, apenas vamos a tener tiempo de prepararnos las clases.
—Pues ni te cuento para corregir exámenes. Vamos a tener que poner las notas por sorteo.
—Desde luego.
—¿Cómo se llama ahora vuestro departamento?
—Ahora somos el Departamento de Ciencias Matemáticas Aplicadas —dijo Romualdo con una sonrisa torcida cargada de tristeza.
Damián se subió el puente de las gafas con un dedo enguantado y manchado de sangre y soltó una áspera risotada.
—¿Aplicadas a qué?
Romualdo se encogió de hombros y también rió. No quiso replicar. En ese momento no le apetecía enzarzarse de nuevo en la vieja discusión. Desde que se conocieron en su juventud estudiantil, Romualdo y Damián sostenían la misma porfía. El veterinario argumentaba que las matemáticas podrían ser una ciencia pura, pero eran demasiado abstractas y de poca aplicación práctica. La fisiología y la biología eran más útiles, pues trataba sobre cosas reales, sobre seres tangibles. Romualdo replicaba que sin las matemáticas, nada sería posible, pues las matemáticas eran la base subyacente a todo el conocimiento del hombre. Incontables litros de cerveza y café habían sido engullidos en semejantes disputas. Era conversaciones amenas e interesantes. Incluso alguna que otra vez había participado algún compañero de departamento. Pero ese día Romualdo no tenía el ánimo para ello. Otras cuestiones ocupaban su mente desde hacía varios días. Sobre todo una de ellas. Una cuestión terrible. La visita a Damián había sido un vano intento por aliviar el estrés del acuciante problema. Apenas entró en el laboratorio, se dio cuenta de que había sido un craso error. Visitar a su viejo amigo no le serviría de nada.
—No tienes buena cara —dijo el veterinario—. ¿Problemas en el edén de los cálculos infinitesimales?
—Bueno… Ya sabes. Los recortes —replicó el matemático con una sonrisa triste.
—Claro, claro. Aunque un pajarito me ha dicho que los chicos de tu recién estrenado y flamante departamento tienen un juguetito nuevo.
—¡Vaya! Veo que los rumores viajan rápido por los pasillos del campus.
—Más rápidos que la luz.
—Lo único más rápido en el universo conocido.
—¿Pero hay algo o no?
—Algo hay.
—Una inteligencia artificial de esas, ¿no?
—¡Hombre, no! Mantengámonos dentro del ámbito de la ciencia real, por favor. De momento, la inteligencia artificial cae en el campo de la ciencia ficción.
—¿Entonces?
—Se trata de un ordenador cuántico.
—¿Y eso qué demonios es?
Romualdo sonrió y trató de explicarle a su colega profesor en qué consistía el último descubrimiento del departamento. Nada más empezar a hablar sobre el proyecto, sintió como el alivio le relajaba, al menos un tanto, la tensión que desde hacía días le atormentaba las cervicales. Quizás la visita sirviera para algo después de todo, pensó.
—Pues aunque no te lo creas, los informáticos no lo hubiesen conseguido sin los malditos recortes —empezó a explicar Romualdo.
Desde hacía varios años, todos los departamentos de la pequeña universidad sufrían los estragos de la crisis económica y la falta de presupuestos. Cada año las restricciones se volvían más y más severas. Cada año el dinero asignado era una cifra menor que el anterior, y el poco dinero que llegaba cada año daba para menos. No había ni un solo departamento que no hubiese tenido que abandonar, por falta de recursos, más de la mitad de los proyectos en los que otrora estaban embarcados. La asistencia a congresos internacionales, para presentar resultados y discutir con los pares de una misma área de conocimiento, se había convertido en algo casi anecdótico. El departamento de computación había sufrido como el que más. 
Pero los ingenieros e informáticos del mismo no se habían dado por vencidos. Rebeldes silenciosos tras los teclados y las conexiones de alta velocidad a los servidores, fueron incapaces de asumir las absurdas reglamentaciones ministeriales. Normativas inútiles, más estorbo que ayuda, que les impedían renovar los ordenadores antes de diez años, a pesar de que a los tres ya eran máquinas obsoletas. Deslizándose entre los entresijos de la red, habían buscado otros caminos. Con el dinero de facturas falsificadas, en teoría dedicadas a la compra de tóner para fotocopiadoras o vasos de plástico para la máquina de café, habían comprado piezas sueltas de ordenadores, procesadores y microchips, en tiendas de ocasión y en el mercado negro, y construido sus propios ordenadores. La necesidad agudiza el ingenio, proclama el viejo axioma popular. Para cuando las estrecheces económicas los obligaron a fusionarse con el departamento de matemáticas, los chicos de los teclados habían alcanzado el último gran sueño de las tecnologías de la información: acababan de fabricar el primer ordenador cuántico auténtico.
—¿Y qué demonios hace un ordenador cuántico? —preguntó Damián—. ¿Viajar en el tiempo?
—Casi —replicó Romualdo con una sonrisa—. Un ordenador cuántico utiliza qubits en lugar de bits. Verás, basándose en los algoritmos de Grover y Deutsch-Jozsa, que aprovechan el paralelismo inherente a los estados de superposición cuánticos, y los trabajos pioneros de Yugo Amaril, aunque en un plano meramente teórico, un ordenador de este tipo es capaz de realizar búsquedas en una secuencia no ordenada de datos de N componentes en un tiempo N elevado a un medio y con…
Damián levantó las manos con aire de consternación.
—¡Vale, vale! No te enrolles —dijo—. Esos galimatías de matemáticos no hay quién los entienda. En resumidas cuentas, ¿para qué sirve un cacharro de esos?
—Tiene una capacidad de computación entre medio millón y un millón de veces superior al ordenador digital más potente.
Damián lanzó un silbido.
—¡Joder! El amo del mundo, como quien dice. ¿Ya lo habéis publicado?
Romualdo sintió un estremecimiento ante las palabras de su amigo. El veterinario no tenía ni idea de lo proféticas que eran.
—Todavía estamos en las programaciones preliminares —dijo el matemático con un casi imperceptible tremor en la voz. No se le daba bien mentir—. Pero pronto tendremos a punto la versión beta para realizar las primeras computaciones complejas. Entonces publicaremos los resultados.
—¿Y qué pensáis calcular, el número de la lotería? No nos vendría nada mal —dijo el veterinario, mientras se subía de nuevo el puente de la nariz.
—Esperamos conseguir el primer radiante —dijo el profesor de matemáticas casi con un murmullo.
—Bonito nombre. Y eso es…
—¿Sabes algo de psicohistoria? —preguntó Romualdo.
—No tengo ni la más remota idea de lo que pueda ser.
—Pues se trata de…
—¡Espera! Déjame limpiarme un poco y me lo cuentas invitándome a un café.
Romualdo sonrió.
—De acuerdo —dijo.
Damián recogió el instrumental de disección. Lavó las distintas herramientas con rapidez bajo el agua del grifo y las colocó sobre una bandejita metálica.
—¡Fíjate! —le dijo a Romualdo mientras sostenía en alto el escalpelo—. Antes eran de usar y tirar. Ahora los lavamos, con cuidado de no rebanarnos un dedo, y rezamos para que no se oxiden y poder utilizarlos en la próxima disección. ¡Qué miseria! ¿No te parece?
—Sí, sí, desde luego.
Los oscuros y miopes ojos de Romualdo se clavaron en el instrumento, y siguieron sus movimientos mientras Damián lo secaba despacio con un cuadrado que desgajó de un rollo papel de cocina y colocaba la funda de plástico protector sobre la cuchilla. Notó como se le aceleraba el pulso y las palmas le empezaban a sudar. Había encontrado el arma homicida.
Damián le dio un amistoso manotazo en el brazo.
—¡Qué te duermes, Romualdo! —rió el veterinario—. Te quedaste pensando en las musarañas. Te encuentro un poco más distraído de lo habitual, matemático. Claro que todos los matemáticos sois unos bichos raros.
—Claro, claro —dijo Romualdo con una risa forzada.
—Bueno, ¿qué? ¿Me invitas a ese café y me explicas qué demonios es esa psicohistoria tuya?
—Claro, vamos. 



(continuará)  (mañana podrás leer la 2ª parte)

 

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1405040793445, con fecha de 4 de mayo de 2014.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.

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