miércoles, 4 de octubre de 2017

El asesinato de la señora García - 2 (relato)

La culpa fue de la psicohistoria y del primer radiante.
Habían realizado el descubrimiento del siglo. Probablemente el mayor descubrimiento de la historia, sí.
Pero el precio a pagar era terrible. Lo peor de todo es que nadie más podía hacerlo.
No había tiempo para nada más. Para nadie más. El plazo se acababa ese día a las tres de la tarde.
Como cabeza administrativa y catedrático senior del departamento, Romualdo había asumido la responsabilidad de llevarlo a cabo. Él se encargaría. Él lo haría. Con sus propias manos.
Tenía que matar a la señora García.


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EL ASESINATO DE LA SEÑORA GARCÍA
  (parte 2 de 4)

Parte 1 
Parte 3
Parte 4



Con el hombro apoyado contra el tronco de un árbol del parque, Romualdo rememoró la conversación con el veterinario. Fue la última vez que habló con él. Se preguntó si volvería a hacerlo. Sacudió la cabeza en un vano intento de alejar funestos pensamientos, y volvió a clavar la mirada sobre la señora García. La diminuta anciana continuaba con su inamovible actividad, con el rostro rosado y cuajado de arrugas levantado hacia el sol. Un mechón de cabello plateado le onduló con la brisa sobre la sien. Romualdo odiaba a esa mujer con todas sus fuerzas. Ella representaba todo lo malo y odioso de este mundo. Por eso tenía que morir. A sus manos. Para que el mundo se salvara, pues la señora García era…
Romualdo se rió por lo bajo. Sólo se estaba diciendo a sí mismo tonterías. Tratando de convencerse. Tratando de aceptar que lo que iba a hacer era lo más adecuado. Por supuesto que no odiaba a esa dulce ancianita. Hasta pocos días antes ni siquiera sabía de su existencia. Y por lo que había aprendido sobre ella, no era más que otra apacible mujer de edad que compartía sus achaques en la consulta del médico, era visitada por sus nietos y tomaba el sol en el parque. Pero aunque la señora García no tuviese ni idea, ella era la clave del futuro de la humanidad.
Si los resultados del primer radiante eran correctos.
—Pero…, nosotros no somos asesinos —había dicho Abel, casi con un gemido.
Las palabras del inteligente becario volvieron a sonar en sus oídos. Las dudas se le revolvieron en la boca del estómago como serpientes cubiertas de espinas. Qué ironía, se dijo, acabar siendo un asesino, aunque fuese el asesinato más justificado de la historia. Claro que Romualdo nunca había sido un gran seguidor de Maquiavelo. A sus cincuenta y tres años, soltero, sin hijos ni parientes cercanos, aferrado a sus hábitos cotidianos, su vida eran las matemáticas y las clases en la facultad. Sus compañeros de departamento constituían casi la totalidad de su vida social, aunque apenas los conocía más allá de los resultados de los proyectos y los logaritmos discutidos en las reuniones. Sus alumnos eran su mayor ventana al mundo de los vivos. Su horizonte era una jubilación tranquila en suave pendiente hasta la tumba. Aunque los recortes salariales y la supresión de las pagas extras en los últimos tiempos habían hecho que la pátina dorada de esa jubilación se resquebrajase un tanto.
Pero si los resultados del primer radiante eran ciertos, la jubilación se convertiría en menos de diez años en un espejismo inalcanzable.
Para él y para el resto de la humanidad.
No. Él no era un asesino. Era un profesor de matemáticas, quizás algo aburrido y solitario, según las mofas de sus alumnos. Su vida habían sido las matemáticas desde que tenía uso de razón. Se enamoró de los números y las ecuaciones algebraicas ya en su temprana pubertad, hacia los que se sentía tan atraído como sus compañeros de secundaria hacia las revistas ilustradas con orondas rubias sin ropa. Cuando pudo poner sus manos por primera vez sobre un ordenador, descubrió los placeres de la teoría computacional de números, la aritmética de los algoritmos, la elegancia del pensamiento abstracto puro.
Pero cuando llegó a la facultad descubrió que su amor por las matemáticas no era suficiente. Las matemáticas eran el esqueleto mismo del universo. Todo lo que existe y todo lo que ha existido se puede explicar con las matemáticas. Incluso, gracias a la estadística y a sus proyecciones, la magia de los números le permitía vislumbrar las posibilidades del futuro. Pero había parcelas en el inmenso campo de conocimiento que le costaba comprender. Acabó la licenciatura con unas notas mediocres, y hubo asignaturas que aprobó casi por milagro tras incontables tentativas. Comprendió que nunca sería un gran maestro, ni siquiera un virtuoso. Se quedó al borde del Edén, las puertas cerradas para siempre, la mirada cargada de fracaso mientras oteaba a través de las rejas. Así que se dedicó a la enseñanza.
Nunca fue, sin embargo, un docente vocacional. Tratar de inculcar un mínimo de conocimientos algebraicos en las duras molleras de sus alumnos se convirtió pronto en una tarea ardua y llena de insatisfacciones. Por fortuna, cada año parecía que el nivel de sus alumnos era más y más deficiente. Acabó enseñándole a sus alumnos conceptos que el recordaba haber estudiado en sus tiempos de instituto. Eso hacía que las clases fuesen cada vez más fáciles. Más fáciles, más aburridas y más faltas de interés.
Sus únicos momentos de pasión intelectual eran los proyectos que llevaban a cabo en el departamento de la facultad. Presentar los pírricos datos, obtenidos tras arduo trabajo, en congresos internacionales. Compartir la diminuta porción de conocimiento extraído con otros enamorados de los números. Aunque en los últimos años, por culpa de los incesantes recortes de presupuesto, esos momentos eran cada vez menos numerosos y más distanciados en el tiempo. Al menos la vida de profesor en una pequeña universidad de provincias era tranquila, segura y exenta de sobresaltos. No obstante, a veces echaba de menos una cierta excitación, una imprecisa aventura que no estaba seguro de poder definir, y ni siquiera de desear realmente.  
Lloró de emoción y envidia cuando Andrew Wiles consiguió por fin, tras siglos de esfuerzos, resolver el último teorema de Fermat. Durante meses acarició la más voluptuosa de sus fantasías. Si él consiguiera realizar una proeza tal, sería maravilloso. Él, Romualdo Tamal, anónimo profesor de matemáticas, conseguía resolver uno de los grandes problemas pendientes de las matemáticas. Durante un tiempo jugueteo con la hipótesis de Riemann o con la conjetura de Poincaré. Por supuesto, no consiguió avanzar ni un solo paso. Pero la fantasía ya nunca le abandonó. Fueron muchas las noches solitarias en las que conseguía conciliar el sueño fantaseando que la fama y la gloria matemáticas llamaban a su puerta.
Entonces ocurrió lo inesperado. Por una de esas serendipias de probabilidad casi cero, las circunstancias confluyeron en la conjunción perfecta. El ordenador cuántico y el primer radiante. Por fin, una contribución significativa al área del saber a la que había dedicado toda su vida. Que su nombre pasase a la historia era una posibilidad real que empezaba a acariciar con la punta de los dedos.
Los resultados del primer análisis fueron tan sorprendentes que Romualdo y los miembros de su departamento tardaron varios días en comprender que es lo que tenían entre las manos.
Cuando por fin lo comprendieron, tuvieron que admitir que los datos no eran sólo sorprendentes. Eran devastadores.
La belleza de la ciencia pura había desplegado sus magníficas alas con toda su plenitud. Pero esa belleza resultó ser tan pasmosa como aterradora. Pues sobre sus hombros había caído la más grande responsabilidad que jamás pudiera concebirse.   
Todos estuvieron de acuerdo, habían realizado el descubrimiento del siglo, era innegable. Probablemente el mayor descubrimiento de la historia, sí. Pero el precio a pagar era terrible. Lo peor de todo es que nadie más podía hacerlo. No había tiempo para nada más. Para nadie más. El plazo se acababa ese día a las tres de la tarde. Como cabeza administrativa y catedrático senior del departamento, Romualdo había asumido la responsabilidad de llevarlo a cabo. Él se encargaría. Él lo haría. Con sus propias manos.
Por el bien del mundo, mataría a la señora García.
¡Malditos sean Hari Seldon y su maldita psicohistoria!
Por fin la anciana decidió que la ración de sol había sido suficiente por aquel día. Se levantó despacio, con cierto esfuerzo, y echó a caminar con pasitos cortos hacia la salida del parque. Romualdo la siguió tratando de disimular al máximo posible.
La parsimoniosa persecución duró casi tres cuartos de hora. La anciana caminaba con lentitud, apoyándose en un bastón de madera oscura. Romualdo se paraba aquí y allá simulando mirar un escaparate o atarse el cordón de un zapato. De vez en cuando, alguien lo miraba, y el terror lo invadía al pensar que habían descubierto su acecho a la pobre anciana. El sudor le corría a raudales por la espalda y un molesto ardor de estómago empezaba a hervirle en las entrañas.
Finalmente llegaron a la residencia de la mujer. La señora García vivía en un pequeño chalecito adosado, con jardincito y césped a la entrada, en una calle residencial tranquila y con poco tráfico. Por lo que Romualdo sabía, gracias a la labor de detectives aficionados que habían realizado los miembros de su departamento, vivía sola. Recibía las visitas de fin de semana de alguno de sus nietos, pero era jueves, así que no tendría por qué encontrarse con familiares inoportunos.
Romualdo visualizó la escena cien veces en su mente. El mejor momento sería cuando la anciana estuviese entrando en la casa. Antes de que consiguiese cerrar la puerta, entraría de un empujón, agarraría a la mujer por el hombro y de un firme tajo le seccionaría la yugular. No sería elegante, y probablemente resultaría bastante sangriento, pero era efectivo. Después arrojaría a la mujer al suelo, donde se desangraría con rapidez, mientras el corría para alejarse del lugar del crimen con la mayor celeridad posible. No tendría que ser difícil. Una débil ancianita a la que le sacaba dos cabezas y no debía pesar más de cuarenta kilos no debería oponer demasiada resistencia. Incluso estuvo practicando en casa el movimiento de seccionar la garganta de un ser humano con aquella asquerosa muñeca hinchable.
La muñeca fue el gran premio de una broma pesada que sus compañeros del claustro de profesores de la facultad le dejaron en el coche cuando por fin consiguió aprobar los exámenes de acceso a la cátedra. Por alguna razón nunca la tiró a la basura. Se limitó a sacarla del maletero en medio de la noche, mirando a todos lados para que ningún vecino fisgón pudiese llegar a ninguna conclusión errónea sobre los posibles vicios del profesor de matemáticas, y la guardó en el altillo del armario. Ironías de la vida, aquel aberrante juguete sexual le vino ahora de perlas.
El pulso de Romualdo latía desbocado mientras levantaba el pestillo y cruzaba la pequeña puerta en la verja del jardín. Las bisagras chirriaron en sus goznes y se quedó congelado a mitad del movimiento. Apretó los dientes con tanta fuerza que le dolieron las mandíbulas mientras clavaba la mirada en la espalda de la señora García. La anciana debía ser dura de oído, pues siguió cruzando el jardín, con su paso lánguido y vacilante sobre el caminito de baldosas cuarteadas, sin percatarse sobre lo que ocurría tras ella. Romualdo tuvo que esforzarse en mantener los labios cerrados para que el suspiro de alivio no se escapase de su boca. Miró con rapidez a todos lados. Ningún vecino a la vista. Nadie pasaba en ese momento por la acera. Sintió que las piernas le temblaban y se le volvían gelatina. Estuvo a punto de darse la vuelta y salir corriendo de allí como la proverbial rata de un barco a punto de naufragar.
Apretó con fuerza el escalpelo en el bolsillo del anorak y cruzó el jardín con pasos sigilosos. Tuvo que detenerse al pie de los dos escalones que subían al pequeño porche mientras la señora García abría el bolso y sacaba la llave. Los engranajes de la cerradura al girar dos vueltas le sonaron a Romualdo como disparos de cañón.
Sacó el escalpelo del bolsillo y le quitó la funda protectora de la hoja. La arrojó sobre el césped.
Volvió a mirar a todos lados y se secó el sudor de la frente con la mano izquierda. La señora García abrió la puerta y avanzó un par de pasitos hasta colocar un pie en el interior de la vivienda.
Romualdo subió de un salto los dos escalones. Apretó los puños con fuerza, cruzó el pequeño porche y se abalanzó sobre la señora García justo en el momento en que esta se giraba.
—¿Quién… quién es usted? ¿Qué quiere? —dijo la señora García.
La sorpresa en la cara de la anciana se transmutó con rapidez en miedo. Las arrugas de su rostro se crisparon y sus ojos turbios se clavaron en la afilada hoja del escalpelo.
—Lo siento. Yo… —balbuceó Romualdo. Levantó la mano izquierda, los dedos engarfiados, para sujetar a la mujer por el hombro. Su cara era una máscara congelada en el horror y la determinación.
La señora García dio un paso atrás. Trastabilló y por un momento pareció que iba a caer. En ese fugaz instante, Romualdo sintió lástima por ella. La tensión se aflojó un tanto en sus redondeadas facciones y disminuyó la presión de sus dedos. Pobre mujer, pensó. Tan sólo es una pobre anciana. Ella no tiene la culpa. Pero lo que ha de hacerse, ha de hacerse, por el bien de todos.
Sin embargo, la anciana no cayó. Logró mantener el equilibrio, aunque dejó caer el bastón, que al estrellarse contra las baldosas de la entrada sonó como un trallazo.
La señora García gritó. Mientras gritaba, con una rapidez sorprendente, giró el brazo con un ademán enérgico. El ajado bolso de piel que llevaba en la mano describió un arco perfecto en el aire del zaguán y se estrelló con un ruido de calabazas maduras contra la sien del profesor de matemáticas.
Un estallido de dolor se abrió como una flor de fuego en la cabeza de Romualdo. Cayó hacia un lado y se estrelló contra un mueble de aspecto anticuado que era una mezcla de recibidor y paragüero. Su hombro chocó contra el espejo y uno de sus pies se enredó con el gran cono de latón. Entre las luces y las sombras, un raudo pensamiento cruzó su mente: ¿qué demonios guarda la vieja en el bolso?
No pudo mantener el equilibrio, el recibidor, el paragüero y él se derrumbaron al suelo entre un estrépito de metal que chocaba, madera que crujía y cristal que se hacía añicos.
La señora García no desperdició la ocasión. A toda la velocidad que pudo imprimir a su viejo y encorvado cuerpo, corrió hacia el jardincito de entrada, con las manos en alto, dando alaridos y pidiendo socorro.
Romualdo perdió unos preciosos segundos tratando de recuperar el completo dominio de sus sentidos. El escalpelo había caído dentro del paragüero. Metió la mano dentro de un zarpazo y la sacó con igual rapidez, con un grito de dolor y una maldición en voz alta. Se miró la mano, atónito. Dos dedos lucían profundos cortes, uno parecía llegar casi hasta el hueso. Empezaron a manar sangre en abundancia.
Con un rugido de rabia, se levantó ignorando el creciente dolor de sus dedos, volcó el paragüero hasta que el escalpelo surgió con un sonido metálico. Arrojó el paragüero al otro lado del zaguán e intentó coger el escalpelo, pero el dolor en su mano le hizo desistir. Lo cogió con la mano izquierda y se lanzó hacia la puerta. Un rosario de gotas rojas le siguió por el suelo. El sudor le chorreaba por la espalda, le caía por la frente y le entraba en los ojos. Se limpió con brusquedad con el dorso de la mano, manchándose el entrecejo de rojo, y cruzó los escaloncitos de la entrada de un solo salto. La anciana se agitaba, entre gritos y aspavientos, a mitad del camino de la verja del jardín.
Prácticamente tuvo que hacerle un placaje a la anciana para detenerla. Los dos rodaron por el suelo del jardín. Romualdo gruñía y respiraba con dificultad. La señora García chillaba y pataleaba. El tacón de su zapato se estrelló contra la nariz del profesor de matemáticas, que volvió a sentir un estallido de dolor dentro de su cabeza. Notó como la sangre le manaba de las fosas nasales y le caía por el mentón. No se molestó ni siguiera en limpiarse. Con su mano herida consiguió sujetar la cara de la anciana, que pronto se llenó de la sangre que surtía sin cesar de los dedos cortados. La vieja le mordió uno de ellos. Romualdo rugió de dolor, pero no soltó su presa. Con gran esfuerzo, debatiéndose sobre el cuerpo de la mujer, levantó la mano izquierda, que empuñaba el escalpelo, y se lo hundió en el estómago. Los gritos y los pataleos de la señora García se incrementaron. Una rodilla se estampó contra la mandíbula de su agresor, que se mordió la lengua y notó como la boca se le llenaba de un sabor dulce y metálico. Romualdo se sentía perdido en una vorágine de sangre y dolor. Sin embargo, no cedió. Utilizó el peso de su propio cuerpo para tratar de controlar los movimientos de la anciana. Levantó de nuevo la mano con el escalpelo y volvió a clavarlo en el estómago. Luego otra vez, y otra, y otra.
De pronto, Romualdo se dio cuenta que la señora García ya no pataleaba, ya no gritaba, ya no se debatía. La miró con genuina sorpresa. Ni siguiera parecía respirar.
Las losas del jardín y el mal cortado césped estaban manchados de sangre. Una gran mancha roja crecía bajo el cuerpo de la mujer. Había sangre por todas partes. Sangre que manaba de sus dedos cortados y mordidos; sangre que goteaba de su nariz rota; sangre que se le acumulaba en la boca; sangre que brotaba del vientre de la mujer; sangre que empapaba las ropas de él y las de ella.
Jadeante, agotado y confuso, Romualdo Tamal, profesor de matemáticas, se quedó de rodillas junto al cuerpo aún caliente de la señora García. Su mano izquierda aún empuñaba el escalpelo. La manga del anorak y del jersey húmedas y goteantes, rojo y viscoso. Durante unos segundos, tuvo la impresión de que el universo se había detenido. No existía nada más que aquel trozo de jardín, el cuerpo de una anciana yaciendo ante él y la sangre que lo inundaba todo. Tuvo que hacer un esfuerzo mental para recordar qué era aquello que veía y qué hacía él allí.
Un grito rompió el hechizo.
Romualdo levantó la mirada. Quien gritaba era la vecina del al lado, desde su propio jardín, que con el horror y el espanto dibujados en el semblante, se llevaba las manos a la boca y rompía la paz del mediodía con sus alaridos.
Miró alrededor. Varios transeúntes se habían detenido en la verja del jardín. Todos con el rostro contraído con muecas del más genuino de los terrores. Una pareja joven empezó a alejarse del lugar de los hechos casi a la carrera. Un tipo de aspecto elegante hablaba nervioso con el móvil. Romualdo no hizo nada. Simplemente se quedó allí de rodillas, mirando a la gente con expresión de absoluto vacío.
Entre ulular de sirenas y destellos azules, rojos y ámbar, una ambulancia y dos coches de la policía nacional pararon con chirridos de neumáticos frente al jardincito de la señora García. No tardaron mucho en llegar, aunque el intervalo le pareció a Romualdo a la vez una eternidad y un suspiro.  
Cuando los agentes lo encañonaron, no ofreció resistencia.



(continuará)  (mañana podrás leer la 3ª parte)

 
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1405040793445, con fecha de 4 de mayo de 2014.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.

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