jueves, 9 de noviembre de 2017

El hombre que tenía una polla fotogénica (relato sicalíptico de RR)


Dice el sabio refrán que la belleza de una persona (humana o inhumana) no está en el exterior, sino en el interior.
Pero… ¿en el interior de qué o de dónde?
¿En el interior de su mente?
¿En el interior de su corazón?
¿O en el interior de su bragueta?

Para el protagonista de esta historia, el comprender los devastadores efectos que puede tener la estética inguinal le supuso un shock que le durará toda la vida.

Ten cuidado al leer este relato sicalíptico, no te vayas a quedar pasmado/a de la impresión.


  Un nuevo relato corto de Rebeca Rader, el álter ego femenino, impúdico y rijoso de Juan Nadie
Pincha en la portada y podrás descargarte el PDF gratis.
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https://drive.google.com/drive/folders/0BzFvVDNz0IaDbjJNT2UwMms4a28

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EL HOMBRE QUE TENÍA UNA POLLA FOTOGÉNICA

Fue la última gran fiesta de Nochevieja, o al menos fue la más memorable. La organizamos en el apartamento de Teresa, un piso enorme, en el mismo centro, de esos antiguos de techos altos y más de doscientos metros cuadrados. Teresa era una chica de familia bien, estudiante de económicas que disfrutaba de esa vivienda de ensueño gracias a sus acaudalados abuelos, que se la cedieron como fastuoso regalo a su única nieta cuando ésta alcanzó la mayoría de edad. Vivía en el piso con su novio, José Carlos, un tipo un tanto remilgado hijo de un prestigioso abogado muy afamado en la ciudad. Pero había que reconocer que Teresa y José Carlos hacían una pareja estupenda, y el apartamento era perfecto para la fiesta.
Empezamos a llegar poco después de las once de la noche, una vez concluidas las opíparas cenas que cada uno se zampó en el hogar familiar. Teníamos que estar todos reunidos para la media noche, y cumplir con el consabido ritual de las campanadas, las uvas y los buenos deseos para el nuevo año. Había algunas parejas, pero yo, para mi pesar, me encontraba en el grupo de los solteros, aquellos con la eterna esperanza de poder empezar el año comiéndose alguna rosca. En total debíamos estar cerca de cuarenta personas en el amplio apartamento.
A eso de las doce menos veinte apareció Carmen, como siempre la última en llegar. Carmen era una morena esbelta y atractiva a la que yo le había tirado los tejos en un par de ocasiones, aunque sin demasiado éxito hasta el momento. Trabajaba a tiempo parcial en una agencia de modelos publicitarios. Su sueño era convertirse en una modelo de alta costura. Desde luego cualidades no le faltaban a la chica. Estaba de toma pan y moja.
Venía acompañada de un tipo al que ninguno conocíamos y que me sorprendió verlo como acompañante de la guapa Carmen. Era un tipo bajito y canijo, de tez morena y andar encorvado, con una enorme ceja peluda en una cara que parecía una caricatura del pájaro loco. Carmen lo presentó como un compañero de trabajo en la agencia. El tipejo, además de feo, parecía ser patológicamente tímido. Cuando alguien le preguntó cuál era su trabajo en la agencia, Carmen contestó por él. Dijo como si tal cosa que el individuo también trabajaba como modelo. A todos se nos quedó la cara a cuadros. Ni de coña un tipo con esa pinta podía ser modelo. Empecé a sospechar que se trataba de alguna de las bromas pesadas tan típicas de Carmen y sentí un poco de lástima por el triste Quasimodo, al que imaginé víctima de las crueldades y maquinaciones de la bella vampiresa.
Me equivoqué de lleno.

Según explicó Carmen, la agencia en la que trabajaba tenía un departamento especializado en modelos que sólo aportaban una parte de su cuerpo. Ellos eran las caras anónimas e invisibles de esos anuncios en los que se ve una mano que sujeta una pastilla de jabón o una oreja que luce un pendiente. Por supuesto, alguien le preguntó al canijo cual era la parte de su cuerpo que utilizaba en las sesiones fotográficas.
Risas de incredulidad recorrieron como una ola todo el grupo de invitados cuando el tipo especificó la parte de su anatomía con la que se ganaba el sustento. Venga ya, déjate de coñas, dijo alguien expresando el pensamiento común. Con aires de superioridad, Carmen se ajustó la larga melena de ondulado pelo negro y le espetó al cejijunto un autoritario «demuéstraselo a estos incrédulos». La extraña pareja se había convertido a esas alturas en el centro de atención de la fiesta.
El tipo dio la impresión de que no era la primera vez que se encontraba en una situación como aquella. Con parsimonia, se desabrochó los pantalones y los dejó caer hasta los tobillos. Todos miramos con suma atención. Con cierta teatralidad, introdujo los pulgares en el elástico de los calzoncillos y se los bajó. Se agarró el pene y lo sacudió con maestría. En unos segundos quedó listo para la acción. Se veía que tenía bastante práctica en el tema.
Cuando apartó la mano de su miembro, un ¡ohhh! de asombro se levantó a coro de la garganta de todos los asistentes. Ninguno podíamos apartar la mirada de aquel soberbio órgano, que parecía haber sido cincelado en el más exquisito ébano por el más genial de los escultores renacentistas. El pensamiento de todos en ese momento debió ser el mismo: era la polla perfecta.

Una de las chicas más cercanas al canijo, con la cara arrobada y en actitud de reverencia, alargó la mano hacia el prodigioso falo en un gesto de absoluta veneración. Lo acarició con extrema delicadeza, con la punta de los dedos, tocándolo de una forma tierna y suave, como el ala de una mariposa cuando roza el pétalo de una flor. Se pudo oír el chasquido de todos los invitados a la fiesta cuando dejaron de respirar al unísono. Si una mosca hubiese cruzado el silencio de la habitación en ese momento, su zumbido habría tronado como las turbinas de un reactor.
Entonces la magia se rompió.
Teresa se adelantó al centro del círculo y pronunció un par de incoherentes frases acerca de lo insólito del empleo del tipo y las curiosidades de la industria publicitaria. Tenía la cara bastante descompuesta. La pobre debió sentirse aterrada con la idea de que su piso acabase convirtiéndose en el escenario de una bacanal desenfrenada. Deshecho el hechizo, Quasimodo se guardó la herramienta de trabajo con diligencia.
Sacudí la cabeza para salir de mi ensimismamiento y dirigí embarazosas miradas a mi alrededor. El resto de tíos en la fiesta mostraban la misma cara de perplejidad. Todos nos sentíamos bastante incómodos por haber prestado tanta atención a la entrepierna de aquel tipo. Casi todo el mundo se acercó a la mesa donde estaban las bebidas. Se oyó un enorme ruido de hielos y vasos tintineantes. Todos trataban de apagar el sofoco.
De pronto alguien se dio cuenta en voz alta de la hora que era. Enajenados con el inusitado modelo, se nos había pasado la media noche y nadie se había acordado de las jodidas campanadas y las uvas. Risas nerviosas y farfulladas excusas se extendieron por toda la estancia.
Por supuesto, Quasimodo se convirtió en el rey de la fiesta para el resto de la velada. Durante toda la noche se vio acompañado de un grupo de admiradoras que se turnaban en un constante corro a su alrededor. Parecía sentirse a la vez adulado e intimidado. Contó que él era el único modelo de la agencia que se dedicaba a su particular especialidad y, por lo que él sabía, el único en todo el país. Su aparato había aparecido en un anuncio de preservativos para una cadena de televisión nórdica, y en algunos pósteres promocionales en festivales de cine para adultos; pero donde más reclamadas eran sus habilidades era en la elaboración de tratados de medicina. Eran incontables los urólogos y sexólogos que contaban con su fotografía en gruesos volúmenes de fisiología médica. Fue una de esas cosas que te dices a ti mismo, nunca se me hubiese ocurrido algo así. De lo más surrealista.
A eso de las cuatro de la mañana, decidí largarme de la fiesta. Había estado tirándole los tejos a Carmen, pero como el que oye llover. No me hizo ni puto caso. Además, con el supermodelo de cuerpo presente, no había forma de meter baza con las chicas. Con una buena concentración de alcohol en sangre me despedí de Teresa y José Carlos, les deseé un pastoso feliz año nuevo y me dirigí a los abarrotados pubs del centro, a ver si había suerte.
A las nueve de la mañana, con la caja de condones intacta en el bolsillo, volví a casa.
Pasó casi un año antes de ver a Carmen de nuevo. Me la encontré por casualidad un día a mediados de diciembre, mientras caminaba por el centro mirando escaparates y preguntándome si debía sumergirme, un año más, en la vorágine consumista propia de esas fechas. Estaba todavía más guapa que la última vez que la vi, y así se lo hice saber. Me rio el halago. Yo nunca había perdido la esperanza de acabar entre las sábanas con ella, así que la invité a tomar un café en alguno de los establecimientos del centro comercial. Para mi sorpresa aceptó.
Estuvimos de amigable charla un buen rato. Cuando mencionó su trabajo en la agencia de modelos, me acordé de su inaudito colega. Le pregunté si Quasimodo seguía siendo el modelo peniano más afamado del país. Carmen me miró con sorpresa y me preguntó si es que no sabía nada de lo de Teresa y José Carlos. Me encogí de hombros y admití mi ignorancia. Yo no pertenecía al círculo íntimo de la pareja, acudí a la fiesta de Nochevieja a través de un amigo común y no había sabido de ellos desde entonces.
Las nuevas me dejaron piedra. Según Carmen me contó, Teresa se había obsesionado hasta el delirio con el amigo Quasimodo. Desde aquel día de la fiesta, no podía quitárselo de la cabeza. Acosó a Carmen durante semanas hasta que ésta le dio el teléfono del canijo. A José Carlos lo puso de patitas en la calle. Literalmente. El pobre tipo se encontró un día con sus maletas hechas en el descansillo de la escalera y una nota de despedida. El de la polla fotogénica, por supuesto, se había mudado con Teresa, que abandonó sus estudios y pasó a vivir de la fortuna de sus adinerados abuelos. Carmen comentó con su adorable mala leche que a Teresa se la veía muy feliz de un tiempo a esta parte. Debe de alcanzar el éxtasis cada día mientras contempla el afamado miembro con embeleso, dijo. Solté una ruidosa carcajada al imaginarme la escena.
Tras unos minutos más de conversación intrascendente, me despedí de Carmen con un beso en la mejilla y una difusa promesa de vernos durante las fiestas.
El día de Nochevieja recibí un SMS de ella donde me invitaba a un cotillón que organizaba el personal de la agencia de modelos. A pesar de la tentadora perspectiva de verme rodeado de bellas mujeres, decliné la invitación. Algo me repelía en la idea de encontrarme con otro modelo de partes corporales.

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© Rebeca Rader, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (safecreative.org) con el número 1104229038710, con fecha de 22 de abril de 2011.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje de la autora.
Rebeca Rader es miembro de FESNI, Fantástica Escritura Sicalíptica y Narrativa Impúdica, la inefable y quimérica asociación de creadores de fábulas libidinosas. 


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