jueves, 7 de diciembre de 2017

Vuela, vuela, pajarillo (relato)



Este relato fue escrito tiempo ha, cuando volar dejó de ser ese placer un poco sibarita, aunque al alcance de casi cualquier mortal. Era ese cosquilleo en la boca del estómago, esa anticipación ansiosa que nos servía de preludio a la aventura del viajar.

Pero entonces volar empezó a convertirse, poco a poco, en algo nefasto y molesto. En esa incomodidad cada vez más creciente, como la china en el zapato que se va abriendo paso, con dolor y persistencia, a través de los tegumentos corporales.

Desde entonces, la situación ha ido a peor. En nombre de la seguridad, o la economía o cualquier otro concepto tan abstracto como abstruso, viajar en avión hoy día se ha convertido en un suceso insufrible e inevitable, como un dolor de muelas.

No sé quiénes serán los culpables de esta transmutación tan aciaga.
Puedo imaginar a magnates de líneas aéreas obcecados por obtener un puñado más de lo que ya tienen de sobra. Pienso consorcios internacionales del transporte que olvidaron hace tiempo lo que era la calidad del servicio ofrecido y ya sólo son capaces de pensar en beneficios. Conjeturo a sátrapas y gobernantes majaderos dedicados con ahínco a promulgar (o más bien a cagar) leyes que parecen no tener otro propósito que hacer la vida del ciudadano de a pie un poco más insufrible.

Sean quienes sean, a todos ellos va dedicado este relato. 


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VUELA, VUELA, PAJARILLO

Aterricé en Heathrow tras dos horas del habitual vuelo incómodo en clase turista a eso de las tres de la tarde. Como almuerzo, el triste y lamentable bocadillo de plástico que se ha convertido en el también habitual menú en casi todas las líneas aéreas, acompañado de la diminuta macedonia de frutas, esos trocitos insípidos y multicolores encajados en su estuchito de plástico semitransparente. ¿Dónde demonios harán estas colaciones prefabricadas? Una vez leí, o quizás viese por la tele, que la comida siempre refleja de alguna manera el espíritu del lugar donde fue cocinada. Si eso es así, las factorías donde elaboran la bazofia de los aviones deben ser la antesala del infierno.
Como postre pedí un té. No me apetecía estragarme el estómago con la imbebible pócima denominada café por los sonrientes TCPs, o Tripulantes de Cabina de Pasajeros, también denominados auxiliares de vuelo. Ahora ya no se llaman azafatas ni aeromozas, o su correspondiente lingüístico masculino, sea cual sea. Cosas de la cuestión políticamente correcta esa, según me han contado.
Al menos tuve suerte y el asiento de al lado estaba vacío, lo que me permitió disfrutar de un espacio vital casi soportable. Cada vez que vuelo tengo el mismo pensamiento: los fabricantes de aviones deben ser todos unos enanitos o unos hijos de puta. Los sillones parecen ser cada vez más pequeños y el espacio entre ellos más reducido. Debe ser que cada año se vuelven más enanos o más cabrones. Ajustes económicos, imagino. ¿Pero cómo es posible que hace años se pudiese viajar en avión de forma confortable y con comida decente, a precios asequibles al común de los mortales y que parecían ser lo suficiente rentables para las compañías aéreas? ¿Qué es lo que ha cambiado? Misterios de la economía y las grandes finanzas empresariales, supongo. Pero como esto siga así, acabaremos volando acostados sobre tablas de madera sin desbastar, apilados unos encima de otros como cadáveres en una fosa común. De comer nos darán una papilla bioenergética enchufada a través de una sonda nasogástrica.
Tras el suave aterrizaje, que suele producir un cierto cosquilleo en la boca del estómago por mucho que trates de ignorarlo y de decirte a ti mismo que no sientes nada, que para ti eso de volar es como ir al baño, el avión se detuvo junto a la terminal. Por el sistema de megafonía interno del aparato se nos advirtió amablemente a los pasajeros que nos mantuviésemos sentaditos hasta nuevas órdenes, mientras esperábamos que el finger, ese túnel móvil sobre ruedas, se acercase a la aeronave. A mí eso del finger acoplándose a la puerta del avión siempre me ha parecido que tiene un manifiesto carácter libidinoso. Me hace pensar en una especie de cópula a cámara lenta entre gigantes mecánicos. Sería como un gigantesco pene metálico que sale de las entrañas de la terminal y se encaja en el agujero de la panza del avión. Y nosotros, los pasajeros, seríamos los alocados espermatozoides que se desplazan por el túnel en busca de su óvulo numerado. ¿Se quedarán preñadas los aviones? Imagino que no, ya que son masculinos; sería una incongruencia gramatical.
Por fin la jefa de azafatas nos informó a través de megafonía que podemos levantarnos, pero que seamos niños buenos y lo hagamos pausada y ordenadamente.
Tan pronto como las lucecitas de abróchese el cinturón se apagaron todas a la vez con un sonoro cling, todos los pasajeros nos pusimos de pie como accionados por un resorte. En ese momento es cuando mejor te das cuenta de la enorme cantidad de carne humana empaquetada en un espacio tan reducido. La proverbial metáfora de las sardinas en la lata. Menos mal que uno no sufre de claustrofobia y que la mayoría de la gente que sube a los aviones suele ducharse con regularidad. De todas maneras, la promiscuidad microbiana debe alcanzar en los aviones una de sus cotas más elevadas. Cualquier virus o bacteria infecciosa que transporte alguno de los pasajeros en tu vuelo, ten la seguridad de que te lo comes enterito.
Entonces empezó el desmadejado baile de zombis, los consabidos apretujones, codazos involuntarios y disculpas murmuradas mientras tratas de sacar tus cosas de los compartimentos sobre los asientos y ponerte de nuevo la chaqueta sin darle un manotazo en la cara a nadie; todo ello en un volumen de espacio que convierte a una cabina de teléfonos en una suite de lujo. Menos mal que en el fondo a todos nos gusta restregarnos unos contra otros, si no, más de una vez acabaría por correr la sangre.
Poco a poco empezamos a movernos hacia la salida. Al lado de la puerta, uno de los amables TCPs repetía maquinalmente una sonrisa y una palabra de despedida a todos y cada uno de los pasajeros que en fila india íbamos saliendo del avión. A veces pienso que, justo en ese momento, debería tratar de asustar a la sonrisa de guardia; no sé, lanzarle un grito o un gran ¡uh!, a ver qué pasa; o darle una palmadita de agradecimiento en el trasero. Nunca me he atrevido. Está en mi lista de cosas por hacer cuando sea un viejo decrépito y el médico me diagnostique alguna enfermedad terminal.
Una vez fuera de la aeronave y del lascivo túnel del finger, seguí las instrucciones de la profusión de carteles indicadores que guiaban mis pasos por los entresijos de la gigantesca terminal. Los aeropuertos son unos sitios de lo más particular. Deben ser uno de los pocos lugares del mundo en los que es imposible perderse y a la vez no tienes ni puñetera idea de donde te encuentras. Por todas partes hay multitud de letreros y paneles informativos que te indican la dirección a seguir cualquiera que sea tu destino. Incluso cuando para mear. Vayas a donde vayas, tarde o temprano acabas por llegar. Pero si esos letreros desaparecieran de pronto por arte de magia, acabarías por morir de inanición en el laberinto de pasillos y rampas mecánicas.
Llegué por fin a la zona de control de pasaportes. Con enseñarle el librito con mi foto digitalizada al amable oficial de aduanas fue suficiente. Ventajas de ser ciudadano de la Unión Europea; de algo tendría que servir la cosa. Ni registros ni cacheos, incluso el rubicundo de uniforme y pelo pajizo me dirigió una tímida sonrisa y un no demasiado antipático good afternoon. 
De todas maneras, el registro ya me lo pegaron antes de salir, en Barajas. La inútil y molesta rutina que se ha convertido en uno de los signos de nuestro tiempo. Me tuve que quitar chaqueta, zapatos, cinturón, reloj, cartera, mechero, cigarrillos y pasarlo todo por la máquina de rayos X mientras yo hacía lo propio bajo un arco detector de metales. Menos mal que no soy un veterano de guerra con una placa metálica en el cráneo, si no tendría que desenroscarme la cabeza y dársela al estreñido oficial de aduanas para su inspección.
Y por supuesto, mi equipaje de mano fue abierto y mi neceser, con mis objetos de aseo personal, registrado. Y, ¡horror de los horrores!, mi desodorante en spray fue confiscado puesto que era de un volumen superior al máximo permitido, según las últimas y fantásticas reglas de seguridad que lo prohíben absolutamente. Ese bote de desodorante conocía las más secretas intimidades de mi sobaco y resultó que era una potencial arma de destrucción masiva, o incluso un conspirador perteneciente a una célula terrorista infiltrada. Hay que ver qué cosas pasan. Estoy deseando que llegue el día que pillen a una guerrillera con una bomba en el sujetador. A partir de ese día, todas las tías en el aeropuerto con las peras al aire. ¡Toma ya! Toples por razones de seguridad. Seguro que en ese caso las compañías aéreas incrementarían de forma notable el número de ventas. Claro que de ahí a tener que desnudarse por completo y al examen rectal sólo hay un paso, y esa idea ya me gusta menos.
El incidente, como era de esperar, me obligó a comprar un nuevo desodorante en las dutty free del aeropuerto. Pero claro, en esas tiendas sólo hay marcas de esas pijas que anuncian por la tele, con lo que tuve que pagar casi treinta euros por una barrita de desodorante, eso sí, de setenta y cinco mililitros esta vez. No quería que me lo volviesen a requisar a la vuelta.
Al menos en Barajas se puede fumar, lo que siempre viene bien para desahogar la irritación del execrable registro. Los puntos de fumador son unos cubículos acristalados, donde hay unos paneles con rejillas que se suponen son para filtrar el aire, pero que parecen estar siempre fuera de uso, dada la cargada atmósfera de los habitáculos. Al otro lado del cristal los afortunados no fumadores pueden mirarte como el que va al zoo a ver bichos. Sólo hace falta un letrero que diga: «No dar de comer a los fumetas, pueden morder». Y además te tienes que sentir agradecido. En muchos aeropuertos de este perro planeta ni siquiera se puede fumar. Eso sí, por todas partes ves cartelitos de esos que anuncian orgullosos que este aeropuerto es un espacio libre de humos. Encima tocando los cojones, no te digo. Aunque no sé de qué me quejo, a fin de cuentas todas estas reglas, prohibiciones y regulaciones son por nuestro propio bien, para garantizar nuestra seguridad y nuestra salud, no quepa duda alguna. Si es que este mundo se está convirtiendo cada vez en un lugar de lo más coñazo en el que vivir. A veces pienso que nos acercamos, sin prisa pero sin pausa, al 1984 de George Orwell.
Tras la procesión de carteles indicadores llegué a la zona de recogida de equipajes. Miré a las pantallas informativas y me coloqué junto a la correspondiente cinta transportadora. A pesar de que siempre compruebas varias veces tu número de vuelo, no dejas de echar un vistazo al resto de gente alrededor de la cinta, y te sientes aliviado cuando ves caras familiares. Sí, esta gente iba en mi avión, piensas, por lo tanto aquí deben aparecer nuestras maletas, y si hay suerte, la mía también.
Entonces empezaron esos minutos de angustia, espera y desespero que te sitúan al borde de la superstición, la histeria y el infarto. Las maletas salen poco a poco y empiezan a dar vueltas en su carrusel y ves cómo la gente las recoge y se larga de allí con viento fresco, pero la tuya no aparece. De pronto sale una que te resulta familiar, pero no, no es tu maleta, y sientes la dentellada ardiente de la frustración. Un terror sordo y sombrío empieza a crecer dentro de ti como una nube negra y corrosiva que te va royendo. Notas las gotas de sudor por la espalda. Cada vez hay menos maletas dando vueltas en la cinta y cada vez menos gente alrededor. Empiezas a maldecir por lo bajo. No, por favor, otra vez no. Otra vez la pesadilla de la maleta en paradero desconocido. ¿Dónde habrá ido esta vez? ¿París, Ámsterdam, Berlín…? Espero que no haya llegado a la China.
De pronto la vi, allí estaba, desplazándose hacia mí con lentitud. La agarré con ansia y me cercioré a conciencia de que efectivamente era mi maleta. No la abracé por vergüenza, no sea que me tomaran por loco, pero la sensación de alivio y alegría fue casi orgásmica. Las lágrimas de dicha se agolparon en mis ojos. Tenía mis cosas conmigo, mi ropa; podría cambiarme de calzoncillos. ¡Aleluya! Los dioses habían tenido misericordia esta vez. En ese momento sentí una genuina felicidad.
Con mi maleta a la rastra, acompañado del musical traqueteo de sus ruedecitas sobre el piso, y mi equipaje de mano al hombro, me dirigí con paso decidido y el mentón en alto hasta el laberinto del entrañable y añoso tube. El metro londinense me conduciría en sus chirriantes vagoncitos de techo curvo a disfrutar durante varios días de la hospitalidad anglosajona en la capital de la pérfida Albión.

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1104229038727, con fecha de 22 de abril de 2011.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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2 comentarios:

  1. Verdades de una realidad que nos abruma.
    MUY BUENO!!
    Shalom

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  2. O yo voy para viejo, o el mundo va realmente a peor. Mucho me temo que son ambas cosas.
    Gracias por leer y comentar, Beto.
    Un saludo,

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