Para
mediados del 2027 la evidencia resultó irrefutable: todo el dinero
gastado y todo el enorme sacrificio realizado tan sólo sirvieron
para confirmar los estudios iniciales realizados por los científicos
del MIT. Tan sólo el uno por ciento de la población mundial tenía
aquello que parecía ser el alma del hombre. Apenas setenta millones
de personas repartidos en cinco continentes. No había diferencias
entre naciones, culturas o razas. Todos los pueblos,
independientemente del color de su piel, sus ojos o su cabello, su
sexo, su religión, sus tradiciones o su historia presentaban un
porcentaje semejante.
Se desató
la crisis que dio lugar al Desastre.
Turbas
enloquecidas desahogaron su desengaño y su rabia en ejecuciones
públicas de los desdichados que empezaron a ser llamados con el
eufemismo de portadores de almas. Miles fueron apaleados, quemados,
linchados, despellejados, destripados y aplastados en frenéticas
demostraciones callejeras. Los casos de abuso, discriminación y
violencia gratuita contra los portadores de almas se extendieron como
las telarañas en un sótano abandonado. Bebés recién nacidos
fueron reventados contra el suelo ante la impotencia de sus llorosas
madres. Familias enteras fueron quemadas vivas cuando se descubría
que escondían en casa a uno de ellos. Macabros actos de odio y
violencia se propagaron por todo el planeta como la pólvora. Los
noticieros informaban a diario sobre asesinatos y linchamientos
públicos. Nadie fue arrestado, llevado a juicio o encarcelado por
esas muertes. Hubo épicas escenas de portadores vendiendo cara su
vida frente a sus atacantes, aunque no les sirvió de mucho. Lo poco
que quedaba de las instituciones religiosas de antaño les cerró las
puertas. No hubo ninguna organización benéfica que se hiciese cargo
de ellos. Unos pocos alzaron la voz en su defensa, denunciando el
sinsentido del genocidio, la insensatez de la matanza. El mundo no
les escuchó. Buscaba un culpable de su frustración y su dolor, y lo
encontró.
A pesar de
todo lo ocurrido, unos cuantos portadores de almas sobrevivieron al
genocidio. Eran apenas unos miles, acorralados y asustados. Los
preclaros gobernantes de las naciones del mundo, o lo que quedaba de
ellas, comprendieron que eran un problema. La presencia de portadores
entre la gente constituía una inestable bomba de relojería que
podía hacer estallar de nuevo la violencia en cualquier momento. Se
realizaron urgentes y secretas reuniones de nuevos comités de acción
nacional, tratando de hallar una respuesta a la pregunta de cómo
solucionar la incómoda presencia de los portadores. Por una vez, la
respuesta de nuestros gobernantes fue eficiente y eficaz: quitarlos
de en medio.
Los
portadores supervivientes de todo el mundo, apenas treinta mil
personas en total de las más variadas procedencias étnicas, fueron
trasladadas en un prodigio de cooperación internacional hasta un
campo de confinamiento acondicionado en especial para ellos. Un
pueblo abandonado, situado en el centro de una despoblada región del
sur de la Península Ibérica, fue construido con toda la rapidez que
la tecnología ofrecía para recibir a sus nuevos moradores. Casi
diez kilómetros cuadrados alrededor del pueblo fueron rodeados de un
inmenso muro de hormigón plagado de alambradas, torres de vigilancia
y dispositivos de seguridad. Un círculo casi perfecto de tres
kilómetros y medio de diámetro en medio de la llanura se convirtió
en el destino último y permanente de aquellos que se habían
convertido en el símbolo de la vergüenza de la humanidad.
Al lugar no
tardó en conocérselo con el nombre de la Reserva, con mayúsculas y
sin otra especificación, aunque todos comprendían su significado.
Todo el mundo sabe de su existencia, pero nadie habla de ello. No
aparece en las noticias de la televisión, en los artículos de los
periódicos, en los portales de la red ni en los discursos de los
políticos. No se menciona en los libros de texto. Los habitantes de
la Reserva se han convertido en los estigmatizados por el nuevo
pecado original, que pagan con el encierro por la culpa y el
desprecio de sus semejantes.
Cada recién
nacido en el mundo exterior es inmediatamente analizado con un lector
de almas. Si da positivo, su destino está marcado. O es ejecutado en
el acto o en menos de cuarenta y ocho horas es enviado a la Reserva,
de la que nunca saldrá. La presencia de un portador fuera de la
Reserva se castiga, gracias a una ley no escrita pero aceptada por
todos de forma implícita, con la pena de muerte inmediata, a manos
del primer ciudadano que tenga la iniciativa y los medios necesarios
para ello. En la actualidad, la Reserva es el único lugar, al menos
de forma oficial, al que se envían los portadores de almas
supervivientes, y aquellos que son atrapados por los
cazarrecompensas.
La
Tyrell-Tagaca Corporation fue la encargada, por voluntad propia, de
llevar a cabo el proyecto y correr con la mayoría de los gastos, con
el entusiasta beneplácito de todos los gobiernos del mundo y el
recelo mal disimulado de las otras grandes transnacionales. De hecho,
todos los aspectos relacionados con la Reserva están controlados de
forma unilateral por la T&T. La transnacional nunca ha explicado
con claridad su enorme interés en los portadores de almas, con la
excepción de vagas alusiones al estudio genético de su anomalía
neuronal.
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Extracto de Ragnarök, la novena transición, la nueva novela de Juan Nadie.
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