jueves, 22 de febrero de 2018

Diseño modular (relato sicalíptico de RR)



Dicen las malas lenguas que los hombres piensan con la polla.
Dicen las lenguas peores que las mujeres piensan con el coño.

Son sólo maneras de hablar, de quejarse, de protestar y de manifestar la propia estupidez. Pero… ¿y si algún día fuese posible de verdad?

¿Si nuestros genitales tuviesen, gracias a los adelantos de la ciencia, la suficiente autonomía para vivir sus vidas y no darnos tanto la tabarra?

El futuro sexual de la humanidad es tan incierto como cualquier otro futuro.
Por fortuna, la ciencia ficción sicalíptica nos permite echar un vistazo a ese futuro y contestar a esas preguntas que nos acucian.

Un nuevo relato sicalíptico de Rebeca Rader, el álter ego femenino, impúdico y rijoso de Juan Nadie.

Pincha en la portada y podrás poseerlo, TOTALMENTE GRATIS, en formato PDF.

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https://drive.google.com/drive/folders/1jQ_sNvO2Tiw_3MrsWf4JorI5XNJ_etbv


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DISEÑO MODULAR

Robert Bishop se inclinó sobre los mandos de la consola en el pequeño habitáculo que constituía su puesto de guardia. Todo estaba en orden. Los indicadores titilaban en color verde pálido y los gráficos fluctuaban dentro de los parámetros normales. Miró la pantalla de su terminal. Aún le quedaban varias horas de guardia. Se recostó hacia atrás en el asiento y estiró mandíbulas y músculos faciales en un gigantesco bostezo.
Los turnos de guardia siempre eran aburridos. Y eso era bueno. Cuando no eran aburridos, sólo había una alternativa: algo había roto la plácida monotonía. Por lo general, ese algo no era nada bueno. Mejor tener una larga y tediosa guardia que tener que solucionar emergencias y acabar perdido en lamentaciones. Además, su puesto de guardia no era de los principales. De eso se encargaba la oficialidad de la nave. Como ingeniero de tercera a bordo de la Solaris69, sus funciones de vigilancia se limitaban a monitorizar los sistemas auxiliares de mantenimiento y soporte vital en dos de las dieciséis cubiertas de la nave. Era un trabajo fácil. Aburrido, pero fácil. Y eso era bueno. A Robert el aburrimiento no le molestaba. Lo prefería mil veces a la dificultad. Se sentía cómodo con él. Además, eso ayudaba a no perder la chaveta. El tedio era parte consustancial de la vida en la Solaris69, una nave de prospección minera interestelar que orbitaba alrededor de Rea, una de las lunas de Saturno.
Con un chasquido mitad metálico mitad plástico, el pene de Robert Bishop se desprendió de su entrepierna y cayó al suelo. Aterrizó con un golpecito almohadillado sobre los testículos y se mantuvo erguido, la erección a su máxima capacidad y el glande hinchado y oscuro como un fresón algo pasado.
De la base del pene surgieron unos apéndices articulados, como los tentaculitos de un pulpo biónico, sobre los que el miembro viril se incorporó y echó a andar. Salió de debajo del asiento y se encaminó hacia la escotilla de salida del puesto de guardia.
A mitad de camino, se giró y miró a Robert Bishop.
—¿A dónde vas? —preguntó Robert.
—A la cubierta tres —contestó el pene.
—¿Qué vas a hacer allí?
—He quedado en comunicaciones con la vagina de la teniente Salazar, ¿vale?
¡Vaya!, se dijo Robert, a este pene mío no le faltan ínfulas, no señor. Qué bien se lo monta el muy cabrón. Nada menos que Lilya Salazar, la preciosa teniente de comunicaciones. Una rubia de piel de marfil y tetas del tamaño de la escafandra de un traje espacial. De hecho, se decía que el traje de la teniente había tenido que ser modificado para dar cabida a su generosidad mamaria. Que Robert recordase, sólo había cruzado un par de rápidos saludos con Lilya durante todo el tiempo que llevaban compartiendo el espacio vital de la Solaris69. Lilya le gustaba bastante. Era muy atractiva. Varias veces había visto a la vagina de la teniente andando por los pasillos de la nave. Claro que nunca estaba seguro si se trataba del coño de Lilya Salazar o el de Rita Puk, la geofísica de la cubierta siete. Otra tetona con la que apenas había hablado. También le gustaba Rita, era muy resultona.
—¿Tardarás mucho? —volvió a preguntar Robert.
—En un par de horas estaré de vuelta —dijo el pene.
—¿Y si tengo que hacer pis?
—Pues te aguantas. Hoy he quedado.
—Vale. Pero ven aquí primero, no vayas directamente al camarote.
—OK, jefe. Hasta la vista.
El pene se giró sobre sus apéndices articulados y salió de la pequeña estancia. Los testículos se trabaron un momento sobre el borde inferior de la escotilla.
Robert Bishop volvió a poner su atención sobre los indicadores de la consola de control, no sin antes cerrarse la bragueta. En la entrepierna de Robert sólo quedó un círculo plano de aspecto metálico y brillante, con bordes algo más oscuros, donde se localizaban las clavijas de sujeción. El centro del disco estaba surcado por una infinidad de circuitos electrónicos que permitían el intercambio de información entre él y sus genitales.
Esta polla mía está siempre pensando en lo mismo, se dijo Robert. Claro que es lo que se espera. A fin de cuentas, un pene es un pene y está para lo que está. La fuga y tocata de su miembro viril no le sorprendió. Ya llevaba un rato notándolo crecer bajo sus pantalones. Cuando sintió que la bragueta se habría por dentro lo supo con seguridad: el maldito tenía planes para la noche.
Robert volvió a exhalar otro gigantesco bostezo. Espero que se lo pase bien el cabezón. A fin de cuentas, todo lo que su pene hiciese y experimentase, todos los orgasmos y corridas, todas las penetraciones y mamadas en las que se viese implicado, él las experimentaría después, cuando el miembro volviese a conectarse a su cuerpo. Mientras, él podía dedicarse a otras cosas, como a disfrutar de una lánguida, tranquila y aburrida guardia.
Eran las ventajas del diseño modular de órganos y apéndices. Siempre podías mandar a uno de tus brazos a hacer alguna de tus tareas. Así se aumentaba la eficiencia y tenías más tiempo libre.
Hablando de órganos, desde hacía unos días Robert notaba ciertas molestias por la zona del hígado. Quizás se le había vuelto a cascar la vesícula biliar. A ver si mañana se acordaba de llevarla a la enfermería. Aunque su vesícula biliar era tan modular como el resto de sus órganos y apéndices corporales, y podía extraerse sin necesidad de cirugía de su cavidad abdominal, no podía ir por si misma a ver al médico. Sólo los genitales tenían la movilidad y autonomía suficiente para tener su propia vida social.
Robert Bishop pasó el resto de la guardia bostezando y disfrutando del aburrimiento. Estaba a punto de terminar su turno cuando su pene volvió a cruzar la escotilla de entrada al puesto de control. Robert miró el reloj en la pantalla de la terminal. Habían pasado algo más de tres horas y media.
—Has tardado —dijo Robert.
—Me he entretenido un poco —dijo el pene—. ¿Te han entrado ganas de mear?
—No.
—Entonces no te quejes.
—¿Qué tal con la teniente?
—Fenomenal. Tres sin sacarla. Esa chica es estupenda.
—¿Dónde habéis estado?
—En la sala de recreo de la cubierta tres.
—Se te ve un poco sucio —comentó Robert.
—Es que también me he follado al culo de Louis Yu.
—¿Quién es ese?
—Trabaja como estibador en la cubierta doce —respondió el pene—. Un culo bastante peludo, por cierto.
—¡Ah, ya!
El tono de voz de Robert expresaba una vieja resignación. Era una de las consecuencias de los genitales modulares. En un universo cerrado como la Solaris69, que tardaba casi tres años en ir y volver a la Tierra, al final los genitales de todos habían follado con los genitales de todos.
Cuando su pene volviese a encajársele en la entrepierna, Robert reviviría toda la actividad sexual que su pene había mantenido separado de su cuerpo. No sólo sentiría la penetración en la vagina de Lilya Salazar, sino que disfrutaría de toda la anatomía de la teniente. Se regocijaría con esos pechos enormes y turgentes y con esa piel de marfil. Claro que también sentiría en toda su plenitud la cópula con el cuerpo peludo de Louis Yu. Eso a Robert no le hacía tanta gracia. Pero tampoco estaba tan mal. Louis era un buen tipo, aunque fuese peludo. Incluso le gustaba un poco.
De cualquier manera, no le quedaba más remedio que aceptarlo. A fin de cuentas, el pene de Robert tomaba sus propias decisiones.
—Yo soy tu polla, así que hago lo que mejor me parece, ¿vale? —solía sentenciar el pene siempre que salía el tema a discusión.
Pero Robert no sólo experimentaría, a posteriori, las relaciones sexuales que su pene hubiese mantenido con los genitales de otros miembros de la tripulación. También, aunque de una forma más leve y difusa, gracias al diseño modular de sus cuerpos, disfrutaría de las cópulas que esos otros habitantes de la Solaris69 hubiesen realizado en el pasado. Pocos meses tras la partida de la nave de la Tierra, todo el mundo a bordo había acabado por follar con la totalidad del resto de la tripulación. Todos estaban un poco enamorados de todos, y todos sentían una cierta atracción sexual hacia el resto de sus compañeros de viaje. De esa forma se incentivaban y reforzaban la camaradería y el compañerismo entre los miembros de la dotación de la nave. Se extendía entre las dieciséis cubiertas un ambiente relajado e informal, una leve pero sostenida tensión sexual, que ayudaban a la convivencia diaria a bordo.
La promiscuidad modular era también parte del diseño modular.
Y eso era bueno, pensaba Robert Bishop.
Casi tan bueno como una lánguida y aburrida guardia.


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© Rebeca Rader, Planeta Tierra, 2018.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (safecreative.org) con el número 1306185290380, con fecha de 18 de junio de 2013.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje de la autora.
Rebeca Rader es miembro de FESNI, Fantástica Escritura Sicalíptica y Narrativa Impúdica, la inefable y quimérica asociación de creadores de fábulas libidinosas. 
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